Quo vadis, orbe? | Debate-Ensayo | Quóronter - RqR Escritores


Quo vadis, orbe? | RqR Escritores
I
En pandemia o bajo la amenaza de esta siempre hemos transitado como especie. Hay quien afirma que la propia especie es la pandemia en sí, que la portamos como el caracol su concha, dulce concha y hogar. Virus y doctores esconde la Iglesia.
Otra cosa es que en los civilizados siglos XX y XXI -que nadie se ría por lo de civilizados, por favor- los contagios, los infectados y los muertos no llegasen al primer mundo y escasamente a los medios de comunicación de los países que lo forman. O si lo hacían, discretamente, esporádicamente, editados, con cuentagotas, las infraestructuras sanitarias, los recursos médicos y las fórmulas farmacéuticas eran capaces de contenerlos y hasta curarlos. El que fallecía era porque quería y se le enterraba en secreto para tapar la miseria o con honores para exaltar su heroísmo. En el tercer mundo no se pueden permitir los héroes, son muy caros. Allí simplemente hay mierda y cadáveres. Las más de las veces cadáveres llenos de mierda por dentro y por fuera.
Las imágenes dolorosas se producían, por tanto, allá lejos y las protagonizaban los pobres de piel oscura, no era pues un problema para la parte noble del planeta, si acaso, y muy rácanamente, un aliciente moral para donar aspirinas caducadas y vacunas libres de patentes envueltas en ayudas humanitarias, sobornos a las autoridades locales, desgravaciones fiscales, contratos multimillonarios para las empresas generosas y aquí, en el confortable sofá, paz y más gloria.
Y en esto se presenta sin avisar el Sars-Cov-2, la Covid-19, el coronavirus, y a la chita callando, sin pancartas ni lema ni causa justa de por medio se dedica a jodernos democráticamente a todos, ricos y menesterosos. Sencillamente porque le apetece aunque no sea consciente de ello. Es un mero organismo microscópico diseñado biológicamente para tocar los pulmones y las pelotas, sin más, esa es su función y la ejerce diligentemente sin quejarse ni cobrar, gratis, por amor a su destino. Menudo cabrón. Y claro, se declara primero la epidemia y a reglón seguido la pandemia y en breve le tocará el turno a pospandemia o a la uberpandemia. Para ese tipo de declaraciones contamos con la Organización Mundial de la Salud (OMS) que declara muy bien, es buena declarando, la mejor sin duda.
Total, que ya tenemos a la Covid-19 instalada en casa, de gorrona, a sus anchas, y ese imprevisto imperativo genera consecuencias personales, sociales, económicas y políticas que no nos gustan. No nos gustan nada, las odiamos. ¡Ay, qué malas son las consecuencias, leches! Encima, como si no fueran suficientemente molestas, es probable que perduren muchos años entre nosotros, que no despunte una mañana soleada y desaparezcan por arte de magia o a golpe de talonario, quizá los de mi generación no veamos el final de las malditas consecuencias o ni siquiera haya tal anhelado final o se encadene esta pandemia declarada con estilazo por la OMS con la siguiente pandemia, en bucle, sin dar respiro ni vacaciones a la población.
Es decir, la antigua normalidad ha muerto y ya no volverá: ni antigua ni normalidad. Somos testigos y protagonistas –como lo eran antes nada más los pordioseros del orbe- de una nueva era: ¿la penúltima?, ¿la última?, ¿una más en el camino? que recién empieza (vio la luz en marzo de 2020, esa es su fecha fundacional oficial, la oficiosa se retrotrae a diciembre de 2019 o antes) y deberemos adaptarnos nos agrade o no -sepamos o no- a vivir de otra forma, a trabajar de otra forma, a relacionarnos de otra forma, a morir de otra forma (más solos que nunca) y nadie al mando de su gestión –la OMS declara bien pero gestiona regulín, de los gobiernos ni hablamos- se atreve a admitirlo públicamente. Ahí reside, en esa ceguera tuerta e interesada, el problema más grave (amén de los idos, por supuesto), en el engaño colectivo, en el optimismo infundado, en la eterna promesa electoral de un futuro brillante y limpio. ¡Limpio!
Al contrario, nos invitan y nos invitamos a enfrentarnos a la terca y fea realidad (salvemos la Navidad, salvemos la Semana Santa, salvemos la hostelería, salvemos la alta costura, salvemos el cine, salvemos los fresones y los pimientos) en vez de acatarla y sobrevivir en ella con reglas distintas, pensando también a largo plazo y no solo en mi libertad hoy, en mi ocio esta noche –mi inalienable derecho al ocio tal y como lo recoge la Declaración universal del ocio-.
Ningún líder con mando en plaza se sube a la tribuna y proclama: “No hay que luchar más (y por tanto tampoco rendirse, no es una guerra porque si lo fuera ya la habríamos perdido en el primer combate), únicamente, y no es poco, mudar la piel, leer a Darwin, evolucionar, adaptarse sin mirar atrás constantemente, sin regodearnos en lo mucho que hemos perdido a cambio de lo escaso que hemos mantenido (ni siquiera ganado)”. No se sube a la tribuna con ese discurso porque lo bajarían a pedradas y resulta comprensible su reticencia.
Pero con o sin apóstoles de esa incómoda perspectiva (certeza no es, por ahora) más pronto que tarde alguien deberá desempolvar la resignación creativa (ni optimista ni pesimista) que algunos mayores conservan por lo que padecieron en aquel pasado no limpio ni brillante (penurias más injustas, profundas y letales que esta). La paradoja, quién lo habría adivinado, es que el porvenir, la esperanza de un porvenir medianamente digno, esté en manos de los viejos. Los mismos que cayeron como moscas al principio de esta famosa pandemia por la inacción de los que van a salvar la Navidad, la Semana Santa, las Fallas, la Feria de Abril y los torreznos de tu pueblo. Vaya, vaya.
O encajamos en la nueva realidad (que no normalidad ni 'nueva normalidad' si nos referimos a lo que disfrutábamos hasta no hace mucho) cediendo, rechazando, olvidando, resignados y creativos, puteados y estoicos, o la realidad ya se vista de novel o con ropa usada nos liquidará en tres bostezos. Habrá entonces que renunciar a mucho para conservar un poco, aunque, ¿no ha sido así históricamente para el común de los mortales y para los mortales a secas del hemisferio sur? ¿No significa creatividad despertar un día más sin dos brazos menos? Lo que declare la OMS. Resignaos, malditos, resignaos
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II
Si la gente de ciudad necesita ir al campo para desconectar yo voy a tener que plantarme en medio de una gran urbe para volver a reconectar con el mundo. El campo sirve para pensar mucho y no pensar en nada. Eso me mantiene alejado de casi todo, incluso de uno mismo, lo cual es de agradecer. Pero de vez en cuando me viene bien un poco de bullicio y gentío para que no se me olvide que el lugar donde habitar es la distancia y la ausencia de ruido, incluido el propio. Y viene usted –entremos en el ruido, pues– y me invita a debatir, que no sé si esta reflexión llegará a tanto, sobre la situación en la que nos ha colocado un ente microscópico que, como apunta, se dedica a hacer lo único que sabe hacer: infectar. Y mira que lo hace bien.
Y lo hace bien porque no se cuestiona nada. Si fuese un humano hubiese desaparecido ante la envergadura de cada una de sus dudas, que es lo que ocurre con nosotros. Y no planteo aquí la duda como un cuestionamiento filosófico que aporte claridad y la posibilidad del discernimiento, no, la planteo como la negación de lo evidente, que es uno de los males más perniciosos con los que nos ha tocado lidiar y el que, seguramente, más problemas nos traerá como sociedad, como ente, como entidad. El pensamiento mágico nos ha dotado de una herramienta tan beneficiosa como peligrosa. Convenientemente usado desde la creatividad puede dotarnos de recursos capaces de resolver algunos de los asuntos que nos acontecen pero, en mentes planas y con la suficiente determinación, es el enemigo público número uno al que nos enfrentamos. Porque todo aquello que escapa a nuestro limitado conocimiento tenemos el hábito de moverlo hasta un posicionamiento que nos sea abarcable, que encaje bien en nuestra ignorancia, aunque a esta tendemos a llamarla ‘saber’.
Acabar con un problema requiere de entendimiento, requiere dedicación, humildad y la paciencia suficiente para llegar a alguna conclusión, a algún punto en el que ese problema no crezca, al menos, y que indique la senda de su definitiva solución. Y quizá esté aquí uno de esos puntos que conviene advertir: que la solución no pasa por la erradicación sino por la adaptación, por aprender a convivir con ese problema, a convivir con el cansancio que ocasiona, a convivir con el hartazgo del ruido que ha generado y generan las mentes enfermas ávidas de poder, revancha, rabia y complejos no resueltos. Un problema sanitario que se ha irradiado a toda la maraña de la sociedad, que se ha infiltrado en cada una de las grietas que el sistema mostraba pero que contenía con malas costuras y que solo precisaba un poco de presión para que saltaran y derramaran sobre nuestras mal entendidas seguridades todas las evidencias de lo precario, de lo irracional, de lo descabellado de nuestra forma de estar en el mundo y la fragilidad sobre la que se sustentan conceptos que pensábamos eran tan sagrados como el mismo respirar.
Hay en esa adaptación un componente de resignación insoportable al igual que hay un aspecto de renuncia liberador. Desde una perspectiva egoica, esa adaptación es una evidencia de nuestras limitaciones, de nuestras castradas capacidades, y esa constatación es mal llevada por el soberbio intelecto, que aspira a ser dios, aunque siempre uno menor, pues está en esa misma lección, para quien quiera apreciarla, el sentido real de la existencia, el de la limitación, el de no poder hacerlo aunque se quiera y desee hacerlo. El desistimiento no tiene por qué encaminarse a la frustración, que es su natural depósito, sino que debería servirnos para el esclarecimiento de nuestra posición vital, para la manera en la que está dispuesta nuestra corta incidencia, trascendencia, y cómo hacer que sea una acción reconfortante o, cuando menos, no nos produzca la desazón de no haberlo conseguido porque no todo está ahí para nosotros, no todo es querer y poder, también está el querer y no poder y entender que en ese ‘no poder’ también hay humanidad, vitalidad, entendimiento y buen hacer.
Todo esto ha venido a quebrar el pasado y a posicionarnos de cara a un futuro incierto –qué futuro no lo será, no lo es– para darnos a entender, suponiendo que lo queramos hacer, que vivir tiene unas consecuencias que siempre están más allá de las que somos capaces de calibrar y aceptar pero que no admite otra opción que la de claudicar, agachar la cabeza, doblar la rodilla y, con humildad, reconsiderar la manera en la que se debe y puede estar. Pues de no hacerlo, llegará un virus con la determinación de hacer aquello que sabe hacer y reconfigurará, ajustará, otra vez, los parámetros en los que debemos movernos y manejar para que ese complejo equilibrio en el que se mueven las cosas persista y no se quiebre, no se derrumbe bajo nuestros pies y ante la mirada absorta de una sociedad ensimismada, de ‘esto no puede ser’ pero está siendo, y a ver más allá de una pantalla que nos está atrofiando la capacidad de advertir, la capacidad de prever lo que nos puede ocurrir.
Quién advierte de la imposibilidad de la seguridad, de la posibilidad de vivir fuera de los conceptos que nos hemos dado para vivir, de la imposibilidad de no contagiarse. Vivimos en un mundo histérico y mágico que cree que, por el simple hecho de ser quien se es, ya nada puede afectarle y, si le afecta, no tiene ninguna responsabilidad en ello, la culpa siempre será del otro, de un chino, un italiano, un niño, un joven. Hasta cuándo postergaremos el ejercicio reflexivo de qué parte del problema somos cada uno de nosotros, hasta dónde dejaremos ir el conflicto por aquello de no señalarse jamás como parte responsable de lo que ocurre y de lo que ocurrirá.
Se nos ha ofrecido una oportunidad, dolorosa, difícil de digerir, traumática para muchos, terrible, y aun así oportunidad y la estamos derramando por la alcantarilla, como si todos los futuros posibles solo fuesen uno, como si la única opción fuese la involución, la falsedad, la inquina y la aniquilación de lo diferente, como si ya hubiese vencido quien más grita, quien más rabia tiene, quien más odio transfiere. E indudable es que existe la eterna duda, esa dicotomía de si intervenir u observar, si interferir o dejar estar y no torcer lo que de normal pudiera ser. Habrá momentos y eventos que lo requieran, y quizá sean estos de ahora algunos en los cuales convenga intervenir, aunque la mayoría de las veces quede la sensación de que todo iría mejor en cuanto dejásemos de participar. Y no hablo de grandes gestas sino de pequeños gestos, de lo cotidiano, de ser más amables, más considerados, más respetuosos, más humanistas, más humanos.
Que la vida conocida acabó aquel día de marzo ya lo sabíamos todos, que ha cambiado patrones, comportamientos, mentalidades… Claro que es así. La expectativa del ser humano tiende permanentemente a la mejoría, incluso desde el pesimismo, la tendencia siempre es ir a mejor, aunque las circunstancias se posicionen en contra, aunque los hechos adviertan el declive, siempre se espera la idea de que todo irá a mejor, y es por esto que tendremos que vislumbrar un futuro al que regresar, no un pasado que volver a posicionar.

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