Biológicamente descendemos de los primates, una especie ganadora en términos evolutivos frente a las coetáneas que poblaron otrora y pueblan en la actualidad el planeta Tierra. Pero, ¿de dónde venimos racional, cultural y emocionalmente? Supongamos que en esas parcelas lo hacemos no del mono intrépido ni del homo inventor ni de la Grecia clásica ni del Renacimiento ni de la Revolución Industrial ni de la Ilustración, supongamos que el punto de partida se ubica en el acumulado histórico de las decepciones y en sus posteriores frustraciones tanto personales como colectivas (aquellas que generan rabia, ira, descontento, disturbios, suicidios, matanzas, guerras, en resumen: una unión desesperada para aniquilar a otros unidos por causas similares).
¿Y cómo surgen dichas decepciones que a
su vez gestan frustraciones con querencia criminal?
Sin rigor científico alguno que me avale
y por tanto consciente de la boutade que entraña este planteamiento me atrevo a
responder que derivan de tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio (ya
tomarse en serio per se es demasiado). De creer en o elevar a categoría de
evidencias irrefutables las falacias argumentales que la mente, las mentes
unidas, perpetran para engañarse, para no afrontar con honestidad y humildad el
origen del problema o del desasosiego (ergo la fragilidad y vulnerabilidad
endógenas) dotándolas de esa ridícula pátina de transcendencia -¡oh, la
epifanía!- no ya solo para sus portavoces, líderes, generales de cinco
estrellas, gurús y santones, también para los demás, tan ahítos de milagros y
pomadas para el alma. De creer, en suma, que conceptos abstractos como los de libertad,
amor, felicidad o verdad son cuantificables, asibles, exigibles e imponibles
(aunque a veces en su proselitismo y conquista adquieran el carácter de
punibles: te doy y te quito la libertad, te muestro y te señalo la verdad, mi
verdad, a partir de ahora tu verdad).
La verdad, ese místico anhelo -y no exclusivo de la tradición
judeocristiana- es tan nociva como ilusoria. Suele resultar más útil para
censurar a quien no la comparte que para abrir los ojos de quien la busca o la
niega. En un enfrentamiento civil siempre provocará más miedo tu bando que el
del adversario porque el tuyo has de defenderlo y creer en él a la vez. Repito
mucho el verbo creer y no olvidemos que toda creencia es una mera conjetura
circunstancial. Y esa actitud implica arrinconar la duda y el pensamiento crítico,
impele a enarbolar una bandera para
matar y morir por ella, o sea, fanatismo, paroxismo, religión, fe,
sectarismo... Y siendo así, qué relación guarda tanta metralla atávica y
visceral con aquella noble, decente y libre verdad.
Aspiramos a que los principios que nos
guían sean, o parezcan, nobles. Que la política (como la verdad, la libertad,
la felicidad) se ejerza con decencia y altura de miras, que el amor sea puro,
la información imparcial, la vida sagrada. Nos cuesta asumir, y así lo
denunciamos, que una sesión parlamentaria o un Consejo de Ministros se
conviertan en operetas burdas, en artes bufos, en aquelarres pactados. Nos
enerva que el amor se confunda con una mera transacción pasional o económica,
que no lo pueda todo ni mueva el mundo ni nos salve y encima nos condene. Nos
odiamos sin reconocerlo y de ahí que adornemos nuestra miserable condición
humana con valores inalcanzables, con fachadas lustrosas, con ideales inscritos
en latín sobre la piedra de nuestros templos. En latín, la lengua del
despiadado Imperio Romano; en latín porque son verdad y la verdad nos hará
libres. ¿Libres contra quién, hermano?
Sin embargo, si algo ha demostrado la
historiografía (imagino a esta como la radiografía del eterno paciente clínico
llamado Historia) es que amar, negociar, gestionar, administrar, legislar o gobernar
requiere de la mentira y de la broma para no acabar en baños de sangre. ¡Oh, la
broma! Sí, la broma. Ahora bien, ¿a qué artesano le encargamos que cincele esta
triste constatación en el mármol? ¿Y quién la firma para el libro de citas y
quién le paga por ello?
Barajemos por un momento la posibilidad
de que quizá la ponzoña política, social, cultural, sentimental y económica que
nos llueve a golpe de titulares se expliquen no por la ausencia de libertad,
verdad o amor, ni por la manipulación o malversación interesada de unos pocos y
privilegiados a su favor, sino porque como individuos presuntamente perfectos y serios –sin mácula, sin
rastro de humor en la consciencia propia- nada tenemos que ofrecer al grupo, a
la sociedad, al país, al otro, excepto la exigencia continuada: dame, quiero,
ya, así no, así sí.
Y cuando a un pobre tarado se le ocurre salir
del redil de los implacables y ofrecer motu proprio algo alternativo, cómico,
creativo -con mayor o menor fortuna- se exige su cabeza, su disculpa inmediata
y retroactiva, su silencio y su arrepentimiento, su retorno a la mendicidad
imperativa, su acatamiento, su inmersión en el grupo, en la sociedad, en el
país, en el otro, en la verdad, en la libertad, en la insobornable idealización,
que no se sustentan de puro huecos.
Nunca tantos yoes cacareados hasta la
extenuación atesoraron tan poco de verdad ni de libertad, ni de amor ni de
nobleza. Ni de broma tampoco, reírse de uno mismo ha quedado proscrito,
relegado, sentenciado. Demando a mis representantes lo que yo no soy porque
jamás lo seré. Critico que se comporten como yo. Condeno a los que me condenan.
¿No suena gracioso? Sí, gracioso, patético e irresponsable.
Pronunciaba Brenno estas palabras: Vae victis! Y no era lamento ni
compasión, en todo caso consecuencia: que se jodan los vencidos, que no se
hubieran tomado esta farsa al pie de la letra, al pie del cañón. Y que se jodan
los vencedores, por igual motivo.
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