Hablar
de algo que nos gusta tiende a ponernos en evidencia, a desnudarnos, de alguna
manera. Se exhibe parte de la intimidad de lo que somos, de lo que queremos
ser, de lo que nos condiciona o somete, aflora miedos y también emociones.
Hablar de ello, sin valorar su porqué pero sí su incidencia, nos adentra en una
parte de ese laberinto en el que todo ser habita.
Digo
esto porque Gambito de dama me parece
una serie de una confección impecable y me ha gustado mucho, tanto que me lleva
a pensar sobre qué hay en ella que conecta con lo que se lleva dentro, con esa
percepción que condiciona nuestro mundo, el de cada cual. Cómo una obra en la
que, si analizas individualmente sus partes, y en apariencia, no se aprecia
nada especialmente llamativo, o vistoso, o destacable te puede atrapar y consigue
admirarte. Qué es lo que hace que esta historia, que no sobresale por nada concreto
(insisto, en apariencia, porque el fondo lo desdice por completo) sea tan extraordinaria
una vez narrada. Porque el argumento de una niña huérfana (cuántos habrá) y su
deambular no es algo que destaque precisamente por su originalidad, aunque el
contexto del ajedrez y el talento natural que la protagonista tiene para
entenderlo, desarrollarlo y ejecutarlo pudiera darle un punto de exclusividad e
interés. Siendo así, cómo consigue el autor que entres de lleno en la trama y
te absorba, y te integres, instales, en el ángulo justo de la acción para que,
sin trazos gruesos, más bien lo contrario, con sutilezas y matices, no pierdas
detalle y alcances a entender toda su dimensión. Es más que posible que solo diga
obviedades, claro, pero esa ‘posición’ solo se consigue cuando la narración
está magistralmente desarrollada y además se tienen los recursos técnicos y
artísticos adecuados para conseguirlo. La configuración de los espacios, con
abundancia y recreo de planos arquitectónicos, la manera de mostrarlos, la
ubicación de los personajes en esos espacios hacen sencillo instalarse en la
acción. Añadamos que la chica protagonista, Anya Taylor-Joy, realiza un trabajo
impecable, con una gestualidad llena de registros. Añadamos que las actrices y
actores del reparto cumplen más que bien con su cometido. Añadamos que, para
quien guste, el vestuario es muy cuidado (la escena final me ha recordado –no
sé si será mi subconsciente o que el autor ha querido hacerle un pequeño
homenaje por su reciente fallecimiento– a la Diana Rigg de Los vengadores.
Bueno, también a la Claudia Cardinale de la Pantera Rosa. Vaya, va a ser mi
subconsciente, entonces). Y añadamos, sobre todo, que la narrativa y la
composición son excepcionales. Y aquí está, precisamente, en esa unión de cada
una de las partes, lo que hace de esta obra sobresaliente; cada elemento ejerce
su papel con eficacia pero es Scott Frank, director y guionista, quien consigue
esa extraordinaria conjunción. Hilvanar y construir un producto final como el
que nos ofrece es imposible sin esa visión global que el autor ha tenido y sabido
aportar. Porque una cosa es lo que tenemos en la mente y otra cuánto de esa
idea perfecta nos vamos dejando por el camino al transferirla al siempre severo
tangible.
Expreso todo esto para poder abordar esa inquietud que planteaba al principio, qué hay en ella que ha hecho que me ponga a reflexionar, incluso a escribir, para encontrar esos vínculos, esa conexión entre lo que se observa y lo que circula en el interior de quien se acerca a ella. Podría hablar de la naturalidad, también de la vulnerabilidad que muestran los personajes, su complejidad y, al mismo tiempo, sencillez; podría también traer el buen gusto artístico, en la fotografía y encuadre de los espacios, de la ambientación, vestuario, de la deliciosa música, y en esa idea de un todo que transmite el autor donde se encuentra una forma delicada a la vez que compacta de entender las cosas, una forma de concebir, de ser y, consiguientemente, de estar. Pero es en el lenguaje no descrito donde encuentro la esencia de esa conexión, el lenguaje de la tristeza y de la incomprensión, el del abandono, el lenguaje de la adicción y su trasfondo, el de la búsqueda de un entendimiento de lo que implica la vida, la forma en la que se nos presenta a cada cual y cómo nos va posicionando, nos va colocando a su antojo, llevándonos por derroteros que casi nunca elegimos aunque nos creamos que a veces tomamos partido en esa elección pero que, a poco que abundes en ella, constatas que no participas en casi nada de lo que vas siendo salvo en la parte de encajar cada hecho consumado, sin capacidad para anticiparte a ellos, y quizá ahí surge la idea del ajedrez, que sí permite una anticipación de los acontecimientos, que sí permite un control sobre lo que ocurre y sobre lo que va a ocurrir, que encuentre la protagonista el sentido mismo de la vida por contraposición, y sea en el juego donde acepte, acepta, la dificultad, donde encuentre sentido a la soledad y en cómo esta puede ser compatible con la amistad, incluso con el amor. Es en esa soledad compartida donde descubre la protagonista su forma de estar en el mundo y es en esto, precisamente, donde uno puede encontrar la suya, la propia. Ese es el vínculo.
Añado
un apunte íntimo sobre la extraordinaria y deliciosa música que Carlos Rafael
Rivera ha compuesto con tanto acierto y delicadeza: siento la partitura de
Rivera como el único vehículo capaz de transferir la historia y su particular
forma de ser expuesta. La sutileza de su música, las tonalidades usadas en cada
momento, amplifican de manera magistral el contenido del acontecimiento, hace
de ella la envoltura de toda la obra, de la que no puedes salir hasta acabar, y
quizá un poco más allá. Establece el compositor la música como un personaje más
(esto, lo de hacer de la música un personaje, lo ha llevado Nicholas Britell a
su máxima expresión en la serie ‘Succession’) y lo dota de carácter, de
relevancia, de identidad, sin quitar el protagonismo a quien realmente lo
ostenta –que hay aquí mucha humildad– y no es nada fácil ese equilibrio entre
estar, trasladar, envolver, contener, insinuar y no sobresalir, dando sustento
al conjunto de la obra y su visión sin injerencias sobre aquello que no le
corresponde tratar. Un talento enorme, una obra enorme.
Todos
vemos aquello de lo que estamos hechos, aquello que somos o vamos siendo, habrá
quien no vea nada de lo aquí escrito cuando se acerque a la obra y verá aquello
que le es propio y no lo que otro haya podido aquí encontrar. Pero sí vera,
casi seguro, que esta serie es una deliciosa y magistral conjunción, eso le
será difícil no apreciar.
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Quóronter
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