Desde que nos conocemos te has encargado tú de la despedidas, no solo de eso, cierto, pero sobre todo de eso. Preocupada por si me interrumpes o me molestas o me lías o si estoy cansado o si tengo que bajar a la perra o subir a la perra, por si es tarde para o pronto para, preocupada también por tu descanso o tus quehaceres (más que por los míos, lógicamente), por tus cosas que te reclaman ahora, hace ya rato. Preocupada o en realidad solo pendiente de que aquello no se alargue demasiado (qué peor brote psicótico que la cortesía) me avisas, siempre me avisas, de que ya es el momento de la despedida, que empieza el descuento, que es suficiente por hoy. Nunca había conversado con alguien tan apurado por la propia conversación.
Quizá sea por el síndrome de la psicóloga cronometradora, barrunto. Te imagino en tu consulta mirando de reojo el reloj y asintiendo a las letanías de los pacientes. "Le quedan cinco minutos, vaya abreviando, vaya dejando de sufrir y de inventarse en público". A lo mejor ese acto reflejo ha traspasado las paredes del confesionario y se ha instalado en todas las demás facetas cotidianas. Te imagino de nuevo, ya con tu pareja o con tus amigos o con tus familiares, disponiendo el tiempo de los hábitos de esa misma forma. "Nos quedan cinco minutos de polvo, ve corriéndote. Nos quedan cinco minutos de viaje, vayamos regresando. Nos quedan cinco minutos de vida, habrá que ir muriéndose". Sin embargo, me niego a creer que con los tuyos andes apurada o estés incómoda en medio de un polvo o a mitad de un viaje o en plena existencia compartida. Seguro que en algunos sitios y en otros tantos instantes sí quieres permanecer, olvidarte en y con ellos de los cinco minutos que restan, despreocuparte por si interrumpes, molestas, lías, cansas o te cansas o te cansan. En tu jardín, por ejemplo. Allí tienes que ser feliz sin duda alguna. Pero como escribir es un simulacro de ordenación (las manos contra las sinapsis), un intento -vano la mayoría de las veces- de estructurar un pensamiento que maldita la necesidad de ser estructurado, me doy cuenta de que he sido injusto y falaz desde la primera línea. Que no planeas las despedidas sino las llegadas, que eres tú la que en realidad te encargas de llamar a la puerta ignorando lo que hallarás y dirán cuando la abran, que asumes entero el riesgo de saludar e iniciar la apurada conversación (cómo no ibas a tener derecho, pues, a concluirla cuando te apeteciese) y que es mi egoísmo lo único que debería de preocuparme.
Porque claro que interrumpes y ¡menos mal que lo haces!, aunque jamás molestas ni lías ni cansas. Por eso te contesto enseguida con una sonrisa que no ves y demoro encantado lo que fuera que estuviera haciendo o tuviera que hacer y me olvido de los cinco minutos que empiezan a contarse solos los muy cabrones y de los otros cinco minutos de prórroga que con suerte arañaré sin forzar demasiado la situación. Y no quiero despedirme, no.
Reconozco que me ha tocado la parte más fácil. La más cómoda. La menos apurada. La de exigir sin contraprestación. Pues de ser yo el que llamase a tu puerta también me mostraría preocupado por no interrumpirte, molestarte, liarte o cansarte. Tanto, que apenas lo he hecho desde 2015 a pesar de que me acerqué hasta el dintel casi cada día y casi pulsé tu timbre en 1.456 ocasiones y casi te saludé y casi te dije todo esto. Espero no haberte molestado.
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