SEGUNDA PARTE
Me hice con una bicicleta de segunda mano en un taller de reparación a escasas manzanas de mi oficina, en el número 124 de la calle 56 oeste de Manhattan. La más sencilla y ligera pedí al encargado, y me sacó una del almacén con varios lustros y bastantes capas más de roña. La repasó concienzudamente para comprobar que conservaba los elementos básicos y terminó de ensuciarla por completo cuando se empeñó en engrasar hasta la cesta delantera para portar la merienda. Adquirí los complementos imprescindibles y el disfraz de ciclista en un outlet de la avenida Broadway y me dispuse a probar el paquete completo en Central Park previo paso por el despacho para cambiarme de ropa y firmar mi testamento.
La regresión proustiana que enmendaría o reforzaría los fundamentos de mi perezoso y antideportivo pasado cuajó mejor de lo que esperaba y además de mantener el equilibrio logré avanzar a una moderada velocidad sin causar víctimas ni estamparme contra un maestro del Tai-Chi o un perro con tutú rosa o Sarah Jessica Parker o el caballo de un policía.
Lo complicado vendría con el segundo ensayo: fingir una aparatosa caída en una caída normal e inocua. En ese truco cómico y circense se basaba todo mi plan para proteger a James Martin Jr. y de paso ahorrarme el suplicio de atravesar -jadeante y moribundo- de punta a punta la tal Urdosia. Provocando un involuntario choque en cadena que nos descalificase a ambos a las primeras de cambio, le controlaría con mayor facilidad y con los dos pies sobre el suelo le hurtaría sus amañadas opciones de victoria y garantizaría una pugna justa entre surdos y purdos para que se liquidasen entre ellos y nos dejaran tranquilos, y vivos, al resto.
Tras un número elevado de trompazos, derrapes, bruscos giros, frenazos suicidas y aterrizajes forzosos, todos ellos autoinfligidos por prurito profesional, di por concluido el experimento y agradecí al público que espontáneamente se había arremolinado para observar la exhibición de golpes y castigos su entusiasta entrega y sus consoladores aplausos colisión tras colisión. Sin pretenderlo les había servido de terapia y ahora sus problemas les parecerían nimios comparados con los míos. El tonto del pueblo nunca falla, siempre arranca una sonrisa. De nada, señoras y caballeros, lo que haga falta por Urdosia.
—Go Urdosia!—, gritaron al unísono y empáticamente. Menuda panda de capullos.
Ya en mi apartamento remendé los rasguños y moratones que esta segunda infancia me había proporcionado, preparé la maleta, revisé la documentación que me llevaría, consulté en Internet algunos datos esenciales sobre mi destino (geográfico, no astral), memoricé las facciones de James Martin Jr. y su biografía (fiesta, fiesta, cárcel, fiesta, asociación, fiesta) e ingerí media docena de analgésicos, dos antiinflamatorios y un chupito de patxarán. A tu salud, Miguelón. Estaba listo para un reparador sueño. De apenas tres horas.
Desperté con los músculos entumecidos, el cerebro agarrotado y contusiones de trazos picassianos. Mi cuerpo (ese ente de repente extraño y ajeno) reclamaba una autopsia y yo un café cargado con dinamita y una ambulancia. Nos conformamos con un taxi que nos acarreó como fardos hasta la Terminal 11 del aeropuerto JFK y allí entré en contacto con la delegación y sus bicicletas. De buena gana habría devuelto mi sueldo al padre de Martin Jr. y me hubiese tumbado a dormir sobre la moqueta de la sala de embarque. No obstante, me presenté como John Cosworth, ese generoso donante anónimo que por fin daba la cara por una causa que lo merecía y mis compañeros celebraron ese paso de la clandestinidad al activismo político al son del “Go Urdosia!”. La madre que los parió.
El vuelo duró quince horas y media, con tres escalas y las suficientes turbulencias como para descoyuntarme la anatomía interna y externa. Me tocó en suerte el asiento contiguo al de una señora de mediana edad de la que pronto sospeché que se trataba de Paris Hilton caracterizada aun con ese espeso bigote natural que poblaba el espacio facial entre su labio superior y la nariz. Debo reconocer que de perfil le favorecía. No solo yo iba de incógnito al amparo de una identidad falsa en esa especie de parada de los monstruos, así que no descarté cruzarme con mi exmujer en el pasillo del avión ataviada con el traje popular de leñador surdo o purdo.
Desde el aeródromo más cercano a Urdosia (el reñido atolón de secano carecía de infraestructuras de ese calibre) nos condujeron en autobús escoltados por, cómo no, un escuadrón de ciclistas, hasta el hotel en que nos alojaríamos (ya en territorio comanche) y en el hall nos agasajaron con bailes regionales, un discurso doble de bienvenida en dos idiomas exactamente iguales a cargo de sendos alcaldes gemelos aunque cada cual envuelto en una bandera simétricamente diferente a la otra y con una cata de productos típicos y bebidas autóctonas con sabor a delicias precongeladas y vino de tetrabrik respectivamente. Conmovedor.
James Martin Jr., como presidente de la asociación y organizador del evento internacional, arengó a las masas apelando a la historia y cultura comunes (¿?) que tanto nos unían a protagonistas y testigos en esta coyuntura única e irrepetible para alcanzar la concordia y abrazar la amistad entre iguales, explicó las bases de la competición, les impelió a reconocer y respetar al ganador de la misma con todo lo que eso implicaba, invitó a participar noble y libremente -como auténticos deportistas- en ella a las gentes de bien al día siguiente sin importar su procedencia, edad, condición o estilismo capilar, y ¡por fin! brindó por la paz en Urdosia.
A renglón seguido organizó una juerga en su suite privada con asistencia restringida en la que se coló hasta el esperpéntico chihuahua de Paris. La curda y su posterior resaca colectiva se prolongaron durante cuatro jornadas y hubo que aplazar la carrera repetidamente para fijarla in extremis unas horas antes de nuestro retorno. Nadie se quejó, antes al contrario. Con lo que respecta a mi trabajo de escolta solo puedo señalar que la integridad del hijo de mi cliente se vio seriamente amenazada por una sobredosis de felicidad y otras sustancias de efectos similares. Por nada más. En todo momento me mantuve sobrio y alerta, menos cuando una preciosa surda acompañada de una bella purda me propusieron… Hicimos turismo, los tres.
A la línea de salida acudimos siete personas. Cinco éramos miembros de la asociación, otro era el chófer del autobús puesto a nuestra disposición y la séptima no quiso identificarse por pertenecer a los servicios secretos de las dos patrias enemigas. Ni rastro de Paris Hilton. James Martín Jr. ocupó la delantera del pelotón desde el principio y me costó un esfuerzo sobrehumano alcanzarle y proseguir a su ritmo. No descarté que se hubiese dopado, pero qué otra cosa se podía hacer por aquellos lares siendo un joven tarambana y millonario. Los demás abandonaron en cuanto se toparon con una empinada cuesta, afortunados ellos, y se quedaron regateando precios con un vendedor ambulante de fundas para teléfonos móviles. No atisbé francotiradores apostados en edificios porque no había edificios en muchas millas a la redonda, ni tampoco explosionaron minas terrestres a nuestro paso. Reinaba la calma más absoluta y mi cometido se circunscribía a la segunda prioridad: evitar que James Martin Jr. hollase lo más alto del podio. Puse en práctica mi estrategia de la aparente caída aparatosa en cascada pero se me escapó por pulgadas y solo yo mordí el polvo urdosiano. El ganapán se sintió fuerte y aceleró mientras yo me incorporaba y subía nuevamente sobre mi bicicleta de segunda mano con cesta para la merienda. En un sprint descomunal, tirando de orgullo, casta y riñones, cacé al escapado a escasas yardas del final. Me coloqué a su vera para asegurarme de que no fallaría con la segunda arremetida. Calculé la distancia, enfoqué el punto del impacto, me encomendé a San Urdosio y al espíritu de mi tío abuelo, cerré los ojos y… Y franqueé la meta en solitario, no sé cómo, pero lo hice.
Dos semanas después visité a mi padre en Ámsterdam, a bordo de un Dodge oficial y con estatus diplomático de Jefe de Estado Asociado.
—Papá, te regalo por tu cumpleaños el Reino de Urdosia, con chófer incluido.
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RqR Escritores