PRIMERA PARTE
El encargo parecía viable sobre el papel a pesar de los dos igualmente graves inconvenientes que comportaba: podría ser asesinado en un lugar ignoto y además yo no montaba en bicicleta desde que tenía doce años, y por lo que recuerdo, no duré encima de ella demasiados minutos. Mantener el equilibrio y alcanzar cierta velocidad a base de pedalear siempre supusieron dos esfuerzos antagónicos y agónicos.
—Podrás ir al colegio en ella, como el resto de tus compañeros.
—Papá, el colegio está a veinte millas de casa, no llegaría ni para el baile de graduación.
Mi padre no media las distancias en términos humanos acostumbrado como estaba a trasladarse a bordo de un coche con chófer. Él veía a través de la ventanilla de su flamante Dodge a los críos del barrio hacer cabriolas sobre esos artilugios y pensaba que yo me estaba perdiendo algo importante por no contar con ese medio de transporte.
—En Europa, hasta los ejecutivos de mayor categoría van a sus despachos en bicicleta—, insistía mi progenitor sin darse cuenta de que estaba metiendo palos en sus propias ruedas.
—¿Y por eso no quieres aceptar el puesto que tu empresa te ofrece en Ámsterdam?
El viejo sabía asumir bien las derrotas dialécticas sobre todo cuando no le iba nada en ellas. La astilla había salido al tronco y él no estaba dispuesto a dar ejemplo para convencerme ni a hacer las maletas para mudarse al Viejo Continente. Aparqué definitivamente el velocípedo de marras en el garaje y allí se quedó, relegada de mis actividades y de mi memoria hasta hace tres semanas, cuando inopinadamente acepté un caso que me obligaría a encararme con mis peores demonios de juventud.
El cliente había pagado por adelantado el triple de lo que pensaba presupuestarle por hacer de niñera para su hijito del alma durante una semana al otro lado del charco. Como buen heredero diletante y ocioso, el chaval pretendía lavar su conciencia de niño rico dedicándose a arreglar el mundo y a poner paz y dólares donde otros colocaban bombas y alambradas. Presidía la asociación ‘Amigos de los surdos y los purdos y viceversa’ (tuve que contener la risa cuando escuché esos nombres), dos pueblos antaño hermanos y bien avenidos que sin embargo llevaban enfrentados desde hacía siglos por un pedazo insignificante de tierra –llamado Urdosia- ubicado en mitad de la frontera que los separaba y los unía y que ambos reclamaban como propio sin saber para qué demonios lo querían. Lo de siempre.
La ONU, la OTAN, la UE, El Vaticano, La Cruz Roja, La Media Luna Roja, tres premios Nobel de la Paz y hasta Paris Hilton habían intentado mediar en el conflicto en los últimas decenios sin obtener resultado satisfactorio alguno salvo el enconamiento de las posiciones de unos y otros. De hecho, la aparición de esta última en el susodicho escenario causó tal revuelvo que hubo que evacuarla en helicóptero después de que se dirigiera a un grupo de mujeres a favor de la reconciliación con este pacificador mensaje: “Vuestros hombres dejarán de hacer la guerra cuando os afeitéis esos bigotes”.
En ese punto más o menos se encontraba el frágil statu quo en aquella remota zona cuando a James Martin Jr., a la sazón mi protegido, se le ocurrió la feliz idea de organizar una carrera ciclista que circularía por los rincones más significativos de Urdosia y en la que participarían en número equivalente tanto surdos como purdos (y viceversa) en pos del entendimiento, la convivencia y la sana rivalidad vecinal, valores estos que el deporte postulaba como suyos y que avalarían un acuerdo tácito acatado con menor resistencia de lo previsto por todas las facciones y naciones implicadas, hartas como estaban de inoperantes soluciones convencionales, en bancarrota por la ausencia de los temerosos inversores extranjeros y deseosas de encontrar nuevos motivos para odiarse, dispararse, culparse y viceversa. Así pues, la comarca de la discordia sería el premio para el país del ganador.
—Vamos a morir todos allí, gane quien gane, pierda quien pierda—aduje ante James Martin Sr. en una primera valoración.
—Es muy posible, míster Induráin, pero así mantendré entretenido al tontaina de mi hijo unos cuantos días.
—Desde ese prisma, suena más prometedor si cabe.
—Usted procure hacer su trabajo, cuide del Gandhi con Rolex que lleva mi apellido y consiga que vuelva sano o casi sano. Con eso me conformo.
—¿Solo con eso?
—¡Es un sabueso perspicaz, eh! A nadie se le escapa que mis empresas tienen sólidos intereses, digamos geoeconómicos, en esa área y que algo podríamos sacar en limpio de este despropósito si por pura casualidad funcionase.
—Al fin y al cabo la pantomima la financia usted, ¿no es así?
—Ay, si solo fuera la pantomima. Pero eso es cosa mía. Aquí tiene sus honorarios—me extendió un cheque con un cifra disparatada e irresistible— y una gratificación extra por poner su vida en riego en esta, ¿cómo se dice?, humanitaria causa, o lo que diantres sea. Parten mañana mismo hacía aquel secarral desde el JFK, en primera clase, por supuesto. Mi hijo no debe enterarse de que he contratado a un detective privado para protegerlo, tendrá que hacerse pasar por uno de los socios altruistas de esa chorrada de asociación que él ha creado con mi dinero y asistirá en calidad de observador invitado a la carrera, ¿tiene bicicleta?
—Colgada en una cochera de Morristown. No creo que sirviese después de tanto tiempo sin rozar el asfalto ni los campos minados.
—Compre una esta misma tarde, con el equipo completo, y páseme la factura. Supongo que por su profesión estará en forma y no le costará aguantar todo el recorrido.
—Seré un gregario de lujo, no se preocupe.
—¿Un qué?
—Estaré a la altura de las circunstancias. O casi.
—Y un último detalle, impida que mi hijo venza. Esa será su segunda prioridad luego de mantenerlo a salvo—hizo una pausa reflexiva como si dudase realmente del orden de prioridades que me asignaba.
—Queremos hacer negocios con el diablo no gobernar el infierno.
—No entiendo a qué se refiere, se supone que su hijo no compite por el trofeo.
—Él no, pero todos los aborígenes conocen su árbol genealógico, o sea, a mí, y quizá pretendan cortejarme para que mi fortuna se decante por una bandera u otra dejándole atravesar la meta con unos metros de ventaja. Y teniendo en cuenta la bisoñez del gurrumino este, lo mismo se viene arriba y se le olvida su misión como mensajero de la paz, intermediario y blablablá… Es un zoquete redomado, no lo subestime en ese sentido.
—Y cómo pretende que impida un imprevisto así con todas las miradas puestas en él.
—Lo dejo enteramente a su buen criterio, elija un accidente que parezca un accidente, siempre y cuando no implique repatriarlo en el interior de un féretro. Su madre todavía le quiere, vaya usted a saber por qué. ¿Alguna pregunta más?
—Ninguna. Le mantendré informado en todo momento del dispositivo—en verdad sí me guardaba un interrogante en la recámara aunque ni siquiera me atrevía a planteármelo en voz baja.
El acaudalado patrón me ofreció su manaza a modo de despedida y le correspondí con la mía temeroso de perderla si el apretón se demoraba más de lo aconsejable. Antes de salir se fijó en el rótulo impreso en la puerta de mi despacho y sin girarse para dirigirme la palabra habló en castellano:
—Mis ancestros también eran oriundos de un pueblo de Navarra, es posible que llegaran en el mismo barco que los suyos. Suerte, Miguelón.
Supuse que el tipo había investigado a fondo antes de considerarme apto para el servicio de guardería, seguramente manejaría más información sobre mi familia paterna que mi familia paterna. Quizá hasta le perteneciéramos. Big Mike, traducción sui géneris de Miguelón, era mi apodo casero, nadie fuera de ese entorno lo usaba, y no se limitaba a describir únicamente mi complexión fornida, también hacía las veces de homenaje al tío abuelo homónimo que se quedó en dicho pueblo navarro y al que jamás conocí personalmente. Su hermano, mi abuelo, nos mostraba fotos de él a los nietos cuando éramos pequeños y nos contaba sus hazañas, sí, lo han adivinado, a lomos de una bicicleta. Fue un gran campeón en su época, batió la mayoría de las marcas de sus antecesores, triunfó allende los Pirineos, los Alpes, los Dolomitas y los Andes, lució los maillots amarillo, rosa, dorado, rojo y arcoíris con una humildad desacostumbrada por entonces y su sombra se hizo tan alargada en mi imaginario que mutiló por completo la apetencia por emularle sobre una máquina que me hubiera venido grande independientemente de su tamaño. Era una auténtica lástima que sus genes no me hubiesen transmitido algo más que la semejanza fisionómica y el cariñoso apelativo. Sus impresionante dotes olímpicas me habrían privado de hacer el ridículo en el desempeño de mi oficio, de un trasplante múltiple de corazón y pulmones y de ser arrollado por una turba de mujeres bigotudas. Barrunté por un instante que detrás de James Martin Sr. estuviera mi padre como inductor y cómplice para cobrarse desde Ámsterdam (a donde finalmente le obligaron a marchar por trabajo) una venganza sin gracia ni moraleja. De ser cierto, tomaría crueles represalias con su regalo de cumpleaños.
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—Papá, el colegio está a veinte millas de casa, no llegaría ni para el baile de graduación.
Mi padre no media las distancias en términos humanos acostumbrado como estaba a trasladarse a bordo de un coche con chófer. Él veía a través de la ventanilla de su flamante Dodge a los críos del barrio hacer cabriolas sobre esos artilugios y pensaba que yo me estaba perdiendo algo importante por no contar con ese medio de transporte.
—En Europa, hasta los ejecutivos de mayor categoría van a sus despachos en bicicleta—, insistía mi progenitor sin darse cuenta de que estaba metiendo palos en sus propias ruedas.
—¿Y por eso no quieres aceptar el puesto que tu empresa te ofrece en Ámsterdam?
El viejo sabía asumir bien las derrotas dialécticas sobre todo cuando no le iba nada en ellas. La astilla había salido al tronco y él no estaba dispuesto a dar ejemplo para convencerme ni a hacer las maletas para mudarse al Viejo Continente. Aparqué definitivamente el velocípedo de marras en el garaje y allí se quedó, relegada de mis actividades y de mi memoria hasta hace tres semanas, cuando inopinadamente acepté un caso que me obligaría a encararme con mis peores demonios de juventud.
El cliente había pagado por adelantado el triple de lo que pensaba presupuestarle por hacer de niñera para su hijito del alma durante una semana al otro lado del charco. Como buen heredero diletante y ocioso, el chaval pretendía lavar su conciencia de niño rico dedicándose a arreglar el mundo y a poner paz y dólares donde otros colocaban bombas y alambradas. Presidía la asociación ‘Amigos de los surdos y los purdos y viceversa’ (tuve que contener la risa cuando escuché esos nombres), dos pueblos antaño hermanos y bien avenidos que sin embargo llevaban enfrentados desde hacía siglos por un pedazo insignificante de tierra –llamado Urdosia- ubicado en mitad de la frontera que los separaba y los unía y que ambos reclamaban como propio sin saber para qué demonios lo querían. Lo de siempre.
La ONU, la OTAN, la UE, El Vaticano, La Cruz Roja, La Media Luna Roja, tres premios Nobel de la Paz y hasta Paris Hilton habían intentado mediar en el conflicto en los últimas decenios sin obtener resultado satisfactorio alguno salvo el enconamiento de las posiciones de unos y otros. De hecho, la aparición de esta última en el susodicho escenario causó tal revuelvo que hubo que evacuarla en helicóptero después de que se dirigiera a un grupo de mujeres a favor de la reconciliación con este pacificador mensaje: “Vuestros hombres dejarán de hacer la guerra cuando os afeitéis esos bigotes”.
En ese punto más o menos se encontraba el frágil statu quo en aquella remota zona cuando a James Martin Jr., a la sazón mi protegido, se le ocurrió la feliz idea de organizar una carrera ciclista que circularía por los rincones más significativos de Urdosia y en la que participarían en número equivalente tanto surdos como purdos (y viceversa) en pos del entendimiento, la convivencia y la sana rivalidad vecinal, valores estos que el deporte postulaba como suyos y que avalarían un acuerdo tácito acatado con menor resistencia de lo previsto por todas las facciones y naciones implicadas, hartas como estaban de inoperantes soluciones convencionales, en bancarrota por la ausencia de los temerosos inversores extranjeros y deseosas de encontrar nuevos motivos para odiarse, dispararse, culparse y viceversa. Así pues, la comarca de la discordia sería el premio para el país del ganador.
—Vamos a morir todos allí, gane quien gane, pierda quien pierda—aduje ante James Martin Sr. en una primera valoración.
—Es muy posible, míster Induráin, pero así mantendré entretenido al tontaina de mi hijo unos cuantos días.
—Desde ese prisma, suena más prometedor si cabe.
—Usted procure hacer su trabajo, cuide del Gandhi con Rolex que lleva mi apellido y consiga que vuelva sano o casi sano. Con eso me conformo.
—¿Solo con eso?
—¡Es un sabueso perspicaz, eh! A nadie se le escapa que mis empresas tienen sólidos intereses, digamos geoeconómicos, en esa área y que algo podríamos sacar en limpio de este despropósito si por pura casualidad funcionase.
—Al fin y al cabo la pantomima la financia usted, ¿no es así?
—Ay, si solo fuera la pantomima. Pero eso es cosa mía. Aquí tiene sus honorarios—me extendió un cheque con un cifra disparatada e irresistible— y una gratificación extra por poner su vida en riego en esta, ¿cómo se dice?, humanitaria causa, o lo que diantres sea. Parten mañana mismo hacía aquel secarral desde el JFK, en primera clase, por supuesto. Mi hijo no debe enterarse de que he contratado a un detective privado para protegerlo, tendrá que hacerse pasar por uno de los socios altruistas de esa chorrada de asociación que él ha creado con mi dinero y asistirá en calidad de observador invitado a la carrera, ¿tiene bicicleta?
—Colgada en una cochera de Morristown. No creo que sirviese después de tanto tiempo sin rozar el asfalto ni los campos minados.
—Compre una esta misma tarde, con el equipo completo, y páseme la factura. Supongo que por su profesión estará en forma y no le costará aguantar todo el recorrido.
—Seré un gregario de lujo, no se preocupe.
—¿Un qué?
—Estaré a la altura de las circunstancias. O casi.
—Y un último detalle, impida que mi hijo venza. Esa será su segunda prioridad luego de mantenerlo a salvo—hizo una pausa reflexiva como si dudase realmente del orden de prioridades que me asignaba.
—Queremos hacer negocios con el diablo no gobernar el infierno.
—No entiendo a qué se refiere, se supone que su hijo no compite por el trofeo.
—Él no, pero todos los aborígenes conocen su árbol genealógico, o sea, a mí, y quizá pretendan cortejarme para que mi fortuna se decante por una bandera u otra dejándole atravesar la meta con unos metros de ventaja. Y teniendo en cuenta la bisoñez del gurrumino este, lo mismo se viene arriba y se le olvida su misión como mensajero de la paz, intermediario y blablablá… Es un zoquete redomado, no lo subestime en ese sentido.
—Y cómo pretende que impida un imprevisto así con todas las miradas puestas en él.
—Lo dejo enteramente a su buen criterio, elija un accidente que parezca un accidente, siempre y cuando no implique repatriarlo en el interior de un féretro. Su madre todavía le quiere, vaya usted a saber por qué. ¿Alguna pregunta más?
—Ninguna. Le mantendré informado en todo momento del dispositivo—en verdad sí me guardaba un interrogante en la recámara aunque ni siquiera me atrevía a planteármelo en voz baja.
El acaudalado patrón me ofreció su manaza a modo de despedida y le correspondí con la mía temeroso de perderla si el apretón se demoraba más de lo aconsejable. Antes de salir se fijó en el rótulo impreso en la puerta de mi despacho y sin girarse para dirigirme la palabra habló en castellano:
—Mis ancestros también eran oriundos de un pueblo de Navarra, es posible que llegaran en el mismo barco que los suyos. Suerte, Miguelón.
Supuse que el tipo había investigado a fondo antes de considerarme apto para el servicio de guardería, seguramente manejaría más información sobre mi familia paterna que mi familia paterna. Quizá hasta le perteneciéramos. Big Mike, traducción sui géneris de Miguelón, era mi apodo casero, nadie fuera de ese entorno lo usaba, y no se limitaba a describir únicamente mi complexión fornida, también hacía las veces de homenaje al tío abuelo homónimo que se quedó en dicho pueblo navarro y al que jamás conocí personalmente. Su hermano, mi abuelo, nos mostraba fotos de él a los nietos cuando éramos pequeños y nos contaba sus hazañas, sí, lo han adivinado, a lomos de una bicicleta. Fue un gran campeón en su época, batió la mayoría de las marcas de sus antecesores, triunfó allende los Pirineos, los Alpes, los Dolomitas y los Andes, lució los maillots amarillo, rosa, dorado, rojo y arcoíris con una humildad desacostumbrada por entonces y su sombra se hizo tan alargada en mi imaginario que mutiló por completo la apetencia por emularle sobre una máquina que me hubiera venido grande independientemente de su tamaño. Era una auténtica lástima que sus genes no me hubiesen transmitido algo más que la semejanza fisionómica y el cariñoso apelativo. Sus impresionante dotes olímpicas me habrían privado de hacer el ridículo en el desempeño de mi oficio, de un trasplante múltiple de corazón y pulmones y de ser arrollado por una turba de mujeres bigotudas. Barrunté por un instante que detrás de James Martin Sr. estuviera mi padre como inductor y cómplice para cobrarse desde Ámsterdam (a donde finalmente le obligaron a marchar por trabajo) una venganza sin gracia ni moraleja. De ser cierto, tomaría crueles represalias con su regalo de cumpleaños.
CONTINUARÁ>>>>
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