Un 9 de septiembre de 2007 Donald Trump me vio llorar en las escaleras de la Biblioteca Pública de NYC y se acercó a mí.
—¿Por qué los bajitos, feos, oscuros y pobres queréis salir adelante?—me preguntó.
Me incorporé con el orgullo herido para demostrarle que era alto, guapo, blanco y rico. Él alzó la cabeza y mirándome fíjamente a los ojos se mostró ufano.
Me incorporé con el orgullo herido para demostrarle que era alto, guapo, blanco y rico. Él alzó la cabeza y mirándome fíjamente a los ojos se mostró ufano.
—¿Lo ves? Te he curado, ya no eres un ser inferior. Me debes 400$.
Rebusqué en los bolsillos para saldar mi deuda y no encontré ni un mísero centavo. Trump se dio cuenta de que solo era alto, guapo, blanco y pobre.
—No te preocupes, hijo. Te perdono la pasta si me votas cuando presente mi candidatura a la presidencia de los EE.UU.
—Eso está hecho—le prometí falsamente seguro de que se trataba de una fanfarronada suya.
Extendió su mano y nos dimos un fuerte apretón.
Yo seguí con mi vida siendo alto, guapo, blanco y rico, me había salido gratis la metamorfosis. Olvidé por completo aquella anécdota y por supuesto los 400$ que le debía. "No creo ni que se acuerde, él se limpiará el culo cada mañana con un verde de 100". Pero se acordó, a finales de 2015, mientras peleaba contra H. Clinton en plena campaña electoral y necesitaba arañar hasta el último voto. El teléfono de mi casa sonó a las tres de la madrugada y al descolgar escuché su voz.
—Hola, hijo, soy el tío Donald. Qué hay de la promesa que me hiciste en 2007.
Aturtido y somnoliento fingí que no le entendía y le mandé a la mierda. Sin inmutarse continuó con su discurso.
—Gracias a mí has sido un ciudadano de primera durante estos años, te has librado de la pasma, has tenido buenos empleos, sueldos altos, impuestos bajos y a gente bajita, oscura, fea y pobre a tu servicio. ¡Yo te curé! ¡Te hice uno de los míos!
—Ajá.
—Quiero tu puto voto, chaval, y me lo vas a dar porque eres mío...
En ese instante se cortó la comunicación transatlántica y aproveché para tomarme un yogur desnatado y mirarme en el espejo. Me gustaba mi aspecto, había cerrado un buen negocio con el viejo gordo de peluquín, qué me costaba votarle para mantener mis privilegios.
Y así lo hice a la mañana siguiente, envié mi papeleta por correo y caminé despació por una calle tranquila flanqueada por árboles y casas bajas, oscuras, feas y pobres. Un vecino se asomó a la ventana y reconociéndome gritó:
—A ver si creces de una puta vez, Fermín, que no hace falta ni que te agaches para recoger las colillas del suelo.
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RqR Escritores
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