En la trastienda de un bazar chino del barrio carioca de Bangú, con un profundo cambio de aspecto (pelo corto y teñido, ropa vulgar, uñas pintadas llamativamente, lentillas oculares de color avellana), actitud mundana y un meritorio desparpajo verbal con el portugués, Andrea –viva, entera e irreconocible- esperaba a que el falsificador concluyese su tarea. Portaba una mochila al hombro y en la mano una tartera transparente que contenía viandas precocinadas. El episodio que estaba a punto de iniciar sería más que arriesgado y los fuertes latidos del corazón le martillaban sin compasión las sienes. Se encontraba en un país donde la violencia campaba a sus anchas y la gente rica de las grandes ciudades se trasladaba en helicóptero para no padecer el caos automovilístico ni el humano. El peligro resultaba más barato que el pan.
Cuando el filigranista digital le entregó el producto de su artesano trabajo, antes de abonárselo y por mera curiosidad, estuvo tentada de preguntarle si podría venderle una pistola. Aquel inquietante individuo tenía pinta de mercadear con todo lo que tuviese a su alcance. Lo malo de llevar un arma (siquiera para protegerse) sería tener que usarla, una inasequible perspectiva que hizo descartar el pedido antes de proponerlo. Siete mil reales le costó renovar el permiso de conducir y el pasaporte.
En la Terminal de Novo Rio tomó un autobús para abandonar Río de Janeiro en dirección a Sao Paulo. Pasó seis horas escuchando sus pensamientos y las conversaciones de los viajeros, aliviando el hambre con las croquetas de maíz y las alitas de pollo que llevaba en el recipiente de plástico. Cuando llegó a la Terminal de Rio Tieté lo primero que buscó fue un lugar discreto donde guarecerse de la oscuridad en esa urbe, especialmente peligrosa para una mujer. Aunque pagó por adelantado y pernoctaría una sola vez, registraron formalmente su llegada en el hotel de medio pelo que eligió. La burocracia en Brasil era una epidemia endémica, pero le sirvió para poner a prueba su nueva identidad y esta funcionó con normalidad.
Resultó una ingrata velada, cautiva del insomnio, meditó durante horas sobre su inmediato destino, el sitio al que se abocaba: la jungla más grande del mundo, una inmensidad de agua y vegetación. Un inextricable territorio que aún atesoraba vírgenes misterios y que evocaba la legendaria aventura que corrió Fernando de Orellana (1511-1546), descubridor -europeo- del río Amazonas y sus pantanales. El explorador llegó a ser uno de los conquistadores más ricos de la época pero cayó en desgracia y acabó dedicándose a la piratería en los afluentes y manglares que él mismo había cartografiado. Junto con su tripulación terminó desapareciendo en la selva amazónica, nunca más se supo de ellos. Quizás, entre los indígenas actuales, existiesen genes de alguno de aquellos españoles ambiciosos y rebeldes.
Andrea no haría escala en Manaos, la capital del Amazonas. Había decidido acceder a la selva a través de Rondonia, el estado con más fieles evangélicos de toda la República. Entre São Paulo y Porto Velho (la capital de Rondonia) había casi tres mil kilómetros, una distancia que por carretera, conduciendo ella misma, tardaría en recorrer unos tres días si no surgían imprevistos. Su plan era atravesar los dos matogrossos (el del Sur y el del Norte) antes de llegar a la susodicha Rondonia, y una vez allí, utilizar sus ríos para adentrarse en la espesura de la jungla. Cómo lo lograría era una incógnita, esa etapa de su viaje no se podía planificar, quedaba sujeta a la improvisación y a las circunstancias.
Desayunando en la cafetería del hotel observaba con minuciosidad los datos que figuraban en el recién estrenado pasaporte. Ahora habitaba en otra mujer oriunda de Tafí Viejo (Argentina) y rejuvenecida en seis años por la mágica tipografía. El chino había fabricado una excelente falsificación. Tendrían que emplearse a fondo las autoridades para percatarse de que las huellas digitales no coincidían con los datos que figuraban en ese salvoconducto.
Alquilar un vehículo sin utilizar la tarjeta de crédito no sería fácil en la nación del papeleo, solo ideando una eventualidad imponderable y aflojando por adelantado una fianza que no reclamaría podría colar. Primero seleccionó la agencia de alquiler y luego un todoterreno competente, cuando llegó el momento de formalizar el arriendo (por una semana) fingió haber extraviado el plástico. O lo había perdido o se lo habían sustraído, “iré a denunciarlo cuanto antes”, mintió. Afortunadamente llevaba dinero en metálico.
La treta funcionó a la quinta intentona, cuando estaba a poco de tirar la toalla y seguir moviéndose en autobús. Una excepción administrativa que confirmaba la regla. Rentó un todoterreno aceptable para siete días que le salió por algo más de 5.000 reales. Cuando en la agencia comprobasen que el coche no aparecía en la fecha pactada denunciarían su desaparición y la poseedora de los falsos documentos ingresaría en el registro policial de delincuentes. Una contingencia asumible pues no tardaría más de una semana en llegar a su meta, y entonces, ya no sería necesario exhibir cédula alguna.
La imaginaria línea que separaba los estados de Sao Paulo y Mato Grosso do Sul discurría por las aguas del río Paraná, ella la atravesó por el puente XV de Noviembre. La agrícola monotonía del paisaje y las interminables rectas de la carretera le provocaban somnolencia. El vehículo disponía de aire acondicionado pero Andrea no lo disfrutó, si pretendía adentrarse en la selva debería aclimatarse al trópico por la vía rápida. Aparte de detenerse lo imprescindible en gasolineras, repuso fuerzas en churrascarías y otros establecimientos aislados que encontraba en su camino. Durmió en un motel de Campo Grande (capital de Mato Grosso del Sur) y al día siguiente reemprendió la ruta hacia Vilhena.
Cruzarse con un individuo pateando su propio auto fue un suceso insólito en aquellas soporíferas planicies. El cascajo que maltrataba tenía el capó levantado y el tipo lo golpeaba en su flanco izquierdo en castigo por haberle dejado tirado. Andrea rebasó al desconocido y a su sparring metálico sin detenerse pero siguió observándolo a través del espejo retrovisor. Comprobó que la agresión a la máquina continuaba sin tregua, alternándola con hueras tentativas de arrancarla con dulces palabras. No fingía aquel hombre para perpetrar un asalto. La clandestina viajera pisó el freno y dio media vuelta.
La furgoneta de aquel naufrago de secano había dado de sí infinitamente más de lo que imaginaron los ingenieros que la diseñaron y ni los golpes ni las súplicas la reanimarían. Su dueño era transportista, se ganaba el jornal en largos trayectos acarreando mandioca, caña de azúcar, copoazú y maíz. El incidente le había pillado de vuelta a Porto Velho, por suerte para él iba sin género. Andrea compartía ese itinerario y le ofreció llevarlo. Hicieron el recorrido en dos fases tal y como ella tenía previsto. De noche se alojaron en Vilhena, en una fonda que el arriero desmotorizado frecuentaba a menudo. Al día siguiente retomaron la carretera hacia Porto Velho compaginando la conducción con el relato de sus historias personales
Wellington, así se presentó el hombre, descendía de africanos y no de indígenas americanos. Se sentía un campesino que huía del campo, rechazaba el rol de jornalero, por eso conducía. Prefería vivir sobre el asfalto empuñando un volante que padecer a un capataz dándole órdenes y vigilando sus pausas para mear. En lo suyo se echaban muchas horas pero las pagaban algo mejor que en el tajo cortando caña. Wellington había perdido la principal herramienta con la que desempañaba su labor pero superado el sofocón inicial aceptaba la adversidad con estoicismo. Se le notaba que estaba habituado a superar calamidades.
Andrea también tuvo que templar con su pasado, presente y futuro incierto, él quería saber a qué se dedicaba, qué iba a hacer a Porto Velho. Se describió a sí misma como una turista especial, le apetecía adentrarse en la selva y aprender a vivir en esta como los nativos. A Wellington sus aspiraciones le chocaban, ni las entendía ni las compartía. La mitificada selva empezaba a ser inhabitable hasta para los indígenas paridos en sus entrañas. Las compañías madereras destruían los bosques, mataban a los pecaríes y los carpinchos que alimentaban a sus habitantes desaparecían irremediablemente. Los aborígenes perdían hasta las tierras que cultivaban. Los que no morían literalmente del susto abandonaban sus dominios antes de perecer de inanición.
Una tragedia que no alteraba los planes de Andrea. Aprender a sobrevivir por sí misma en aquel paraje era un desafío personal que ni podía explicarse ni justificarse. Wellington supuso que se trataba de una promesa religiosa cuyas motivaciones él no debía profanar, sin embargo, para otro observador más agudo la fuga de esa mujer le hubiera parecido calculada al milímetro: la coartada turística, su avidez por leer la prensa en los locales en que repostaban (la mayoría de los editoriales apostaban por su salida del país e incluso del continente), el haberse procurado un testigo para su nueva identidad y el comportamiento esquivo con los escasos interlocutores que se tropezaban. Aunque hay gente así que sencillamente corre por miedo a pararse.
El transportista recordó a alguien que tal vez podría ayudarla en ese loco empeño. Le habló de Kawahi, un oriundo que milagrosamente no fue asesinado por los sicarios que contrataban las compañías madereras para ahuyentar y desposeer de sus territorios a los legítimos propietarios. Si el tal Kawahi aceptaba ser su guía le enseñaría lo que ambicionaba aprender. Haber recogido a Wellington en la estrada BR-364 fue providencial para ambos, gracias a él se abría una posible senda hacia la jungla amazónica, y por ende, hacia el olvido.
Treinta kilómetros antes de llegar a Porto Velho, a la altura de una inmensa subestación eléctrica con el mismo nombre que dicha ciudad, Wellington dio un repentino volantazo que despertó del letargo a Andrea para tomar un desvío que partía de la carretera por la que circulaban en su margen izquierdo.
—Si vas a secuestrarme hazlo con un poco más se sutileza, estaba soñando con unas pirañas de colores preciosas—le rogó la copiloto estirando sus extremidades superiores.
—Disculpa, yo también dormía—bromeó el transportista.
—¿No será cierto?
—Un ojo en el camino y el otro en el limbo, soy un profesional, confíe en mí.
—Como si tuviera más opciones… ¿adónde vamos?—Andrea condensó en esa frase resignada su compleja situación: se hallaba al albur de lo que unos desconocidos le propiciaran y a pesar de ello, y de ellos, continuaba decidida a seguir adelante. Retroceder a su anterior vida no entraba en sus planes y virar hacia la incertidumbre ya lo hacía en ese mismo instante.
—¿Está usted casada?—Wellington, ignorante de esas cuitas, cambió de tema, de tono y de intención.
—No que yo sepa—contestó indiferente ella.
—A mí me ocurre lo mismo—y ambos rieron por primera vez desde que se presentaran.
Se dirigían por un serpenteante y estrecho carril único trufado de baches, bordeado por una vegetación invasiva y asilvestrada, a Teotônio, la localidad donde moraba ese Kawahi, el guardián de las llaves que Andrea necesitaba para franquear el infierno verde. El bautizado pomposamente como ‘pulmón del planeta’ por los contaminadores occidentales que lo visitaban virtual y asépticamente a través de las imágenes captadas por los satélites tenía poco de salubre y acogedor a medida que uno se acercaba a los alveolos de esa naturaleza hostil e implacable. Los contrasentidos conceptuales de los seres humanos se resuelven a pie de árbol con una inmisericorde carcajada del Universo que los alumbró.
En aquella pequeña villa la proximidad del caudaloso río Madeira y de la frontera amazónica hacían patente la omnipresencia del pantanal. Conscientes del potencial turístico-aventurero de la zona, las clases pudientes del lugar asociadas con el capital foráneo se afanaban en transformar las visitas esporádicas de mochileros en estancias más largas: fines de semana, semanas enteras, sepulturas para siempre. Invertían sin ton ni son en el desarrollo de una infraestructura hotelera que permitiese a los viajeros quedarse a sufrir picaduras y otras caricias similares aunque la oferta era aún incipiente y descatalogada. Para los mayoristas y agencias sobraban mosquitos asesinos y se añoraban casinos con jacuzzis y viceversa.
Kawahi sobrevivía ensartando semillas de colores en hilos de lana y vegetales que él mismo tejía. Manufacturaba collares artesanales que vendía a los turistas por veinte reales. Cinco años atrás había abandonado la selva, cuando todos los suyos fueron exterminados. No se mostró muy interesado en pisarla de nuevo, mantenía aún el miedo cerval a los sicarios de las compañías madereras. Estos no querían testigos de sus desmanes ecológicos y masacres, y él había visto morir a todos sus parientes a un palmo de la nariz, de hecho, se libró de engrosar esa luctuosa lista escondiéndose bajo el cadáver de uno de sus hermanos y fingiéndose muerto.
La insistente mediación de Wellington y el generoso donativo que Andrea le ofreció consiguieron después de muchas negativas que el indígena cambiase de parecer. Aceptó pasar tres meses con ella en la jungla para enseñarle sus secretos y peligros, que los superase no podía garantizárselo por muy elevada que fuera la remuneración. A su criterio quedó la elección del territorio que recorrerían, siempre lejos de los intereses de las temidas madereras. Andrea y Wellington reposaron en Teotônio y a la mañana siguiente el transportista los trasladó a orillas del río Madeira para que se procurasen una canoa motorizada que solo a Kawahi alquilarían sin piloto.
En el embarcadero se despidió Andrea de Wellington agradeciéndole sus servicios como guía e intercesor (el hombre no se imaginaba cuánto significaba aquello para la huida), regalándole una buena suma de dinero y cediéndole el vehículo todoterreno. Ella no podría devolverlo y ya no lo iba a necesitar (la falsa documentación, un mapa, dos camisetas, un pantalón corto y unas zapatillas deportivas serían los contados artículos que acarrearía en el morral).
—Úsalo para tu trabajo, abandónalo, véndelo, recupera la fianza… lo que prefieras menos pegarle una paliza como a tu antigua furgoneta—le recomendó encarecidamente al heredero de las cuatro ruedas.
—Lo consultaré con mis esposas. Muchas gracias, señora, que le vaya bien ahí dentro.
—Que vaya, Wellington. Adiós.
Andrea y Kawahi se perdieron río arriba, remontando el ancho y turbio cauce del Madeira, iniciando un periplo sembrado de riesgos y sacrificios. Entre tanto, Wellington fallecería víctima de un accidente frontal en la carretera que le conducía a casa.
Kawahi fue un maestro paciente y Andrea una alumna aventajada. Aprendió a hacer fuego con palos y piedras, a construir una cabaña en la que guarecerse (sobre todo de la frecuente lluvia), a combatir las picaduras de los mosquitos, a fabricar una precaria canoa, a elaborar y colocar trampas para cazar, a fabricar un arco y las flechas y a manejarlo (con una excelente puntería), a pescar a mano, a distinguir las plantas, los frutos y sus propiedades (nutritivas, curativas o venenosas), a discriminar los reptiles y otros animales que debía evitar, a respetar un entorno ajeno e inhóspito para alguien como ella. Fueron doce semanas de intenso y provechoso aprendizaje a pesar de que solo abordaron lo básico y esencial para no rendirse en semejante empresa al primer contratiempo. Aún le quedaban muchas experiencias y tropiezos por incorporar a sus nuevas rutinas. Su situación no era equiparable a la de un bebé abandonado en medio de la jungla, pero la obligación de empaparse inconscientemente de cualquier detalle del entorno le afectara o no directamente, sí rememoraba ese periodo de absorción cognitiva e imitación. La exnadadora, excampeona, exempresaria y excandidata a la presidencia de la AOI estaba renaciendo sobre el fino hilo que la separaba de la muerte.
Kawahi era un indígena profundamente triste, hacía muchas estaciones que extravió las ganas de reír. Transmitía sus habilidades con tolerancia pero sin mostrar entusiasmo, cuando no ejercía de tutor el mutismo era su estado natural. Andrea intentó empatizar con él, despertarle algún interés, pero no logró enternecerlo de forma alguna. Kawahi era un ser imperturbable y sin fisuras, no se condecía una tregua o un capricho ni aflojaba en su hieratismo sentimental, solo temía a los malditos sicarios de los terratenientes e industriales con los que afortunadamente no se habían encontrado durante ese cursillo intensivo de adaptación al medio.
Sin embargo, cuando Andrea anunció a su instructor que se quedaba allí, que no retornaría a Teotônio, en el rostro de este se dibujó la consternación. Aunque fuera meramente por el asombro, aquel hombre inexpresivo por fin manifestaba una emoción. Kawahi no la veía aún capacitada para sobrevivir sola en el pantanal pero respetó su decisión sin apelaciones. Ni siquiera le preguntó hacia dónde pensaba dirigirse para aconsejarle en un sentido u otro. Antes de subir a la canoa le estrechó la mano protocolariamente, sin calidez ni camaradería, y emprendió el camino de vuelta a sus collares y silencios. Posiblemente aquel habría sido su último viaje a las entrañas amazónicas, él no necesitaba resucitar entre sus ruinas sino alejarlas lo máximo posible.
En la frondosidad de la selva residían tribus inmaculadas con las que nadie de la presunta civilización avanzada había conseguido contactar ni siquiera en pleno siglo del hipervínculo y el hiperhartazgo social. Únicamente sus integrantes manejaban fonéticamente el nombre que se daban a sí mismos como pueblo (muchos de ellos ignoraban cómo les llamaban sus vecinos). Andrea dedicó semanas a navegar a bordo de la piragua que construyó con las instrucciones de Kawahi por riachuelos que no figuraban en los mapas convencionales. Apenas abandonaba la pequeña embarcación, desde esta pescaba y sobre ella comía y dormía. Escudriñaba, en la hondura de la fosca, el mismo aislamiento que esas legendarias tribus no contaminadas por la alteridad foránea.
Miembros del clan de los piriptaca (título compuesto a partir de los términos vernáculos de piripkura: hombres mariposa, y -taca: sufijo gentilicio) hallaron sorpresivamente a una mujer blanca, a la que no acompañaba un séquito de fusileros o fotógrafos, nadando en las turbias aguas como ellos jamás habían visto hacerlo (las impetuosas brazadas al estilo mariposa les chocaron tanto que alguno sufrió un escalofrío vertebral similar al del orgasmo en ciernes). Un asombroso descubrimiento que contemplaron furtivamente y que decidieron contar al chamán inmediatamente. Dejaron a un vigía de guardia observando aquel ente casi mitológico y regresaron al poblado a la carrera.
Aquellos impactados testigos, además de explicarle atropelladamente al hechicero lo que acababan de vislumbrar, intentaban reproducirlo gestualmente. La aparición de esa hembra superdotada era una señal que el brujo-curandero interpretó positivamente. Quiso tratarla personalmente y lo guiaron al lugar donde estaba.
El curioso chamán quedó epatado al comprobar las cualidades natatorias de Andrea y no dudo ni por un instante en apodarla como piripmura (mujer mariposa). Sin revelar resquemor ni animosidad a su parroquia, ordenó que se contactara con la extraña de manera pacífica. Acudieron los más atrevidos a su vera con conchas de tortuga, rústicos abalorios y frutos para darle la bienvenida. Aunque hablaban una lengua ininteligible para Andrea, en seguida compendió que la invitaban a permanecer en la zona, no era una comitiva intimidatoria. Lo que no pudo discernir con claridad era por cuánto tiempo mantendrían esa actitud hospitalaria. Y con qué fin.
Los indígenas no eran conscientes de su nacionalidad brasileña ni de su identidad americana, su mundo se circunscribía al bosque que recorrían y al pedazo de tierra donde tenían plantadas las chozas. Con los piriptaca Andrea completó el adiestramiento que Kawahi iniciara. Ella, a cambio, simplemente les entrenó hasta que dominaron la técnica del estilo mariposa con más o menos pericia según las condiciones físicas de cada cual. Un acto mágico que valoraron como tal, ajenos al dato de que miles de deportistas profesionales y millones de profanos en los cinco continentes chapoteaban de igual modo (tampoco hubieran podido dimensionar lo que significada e implicaba ‘un millón de congéneres’). Bañándose con sus anfitriones fue como trabó una relación más cercana de lo que habría imaginado.
El trueque de cualidades se saldaba día a día a favor de Andrea, participó en sus ritos sagrados y en sus fiestas, compartió sus alegrías por los natalicios y sus tristezas por las defunciones accidentales y naturales, los acompañó en sus cacerías (en las que exhibió esa extraordinaria puntería que contribuyó al aprecio generalizado cada vez que se cobraba una pieza), manipuló arcos inmensos (de cuatro metros de largo: hasta un helicóptero correría peligro si fuese alcanzado por una de sus flechas) con los que abatían las presas mayores a gran distancia, memorizó la fórmula del veneno con el que untaban las puntas de flecha y de las cremas protectoras con las que se embadurnaban el cuerpo para protegerse del sol, los insectos y las plantas tóxicas.
Los piriptaca fueron muy generosos y acogedores con ella. Andrea se integró rápidamente en la tribu, se comunicaba con fluidez en su jerga, cocinaba sabrosamente la tortuga que tanto les gustaba, usaba correctamente el lenguaje de silbidos en la espesura para alertarlos, emulaba graciosamente las onomatopeyas y los sonidos de un montón de bichos.
El sexo se practicaba libre y relajadamente, sin horarios ni esquemas preconcebidos, donde les pillase el calentón. Andrea y su exótica desnudez estimulaban la libido de los aborígenes, alguno reprimía con evidente erección y dificultad la tentación de ofrecerle su carnalidad, pero no se atrevían porque la mujer mariposa disfrutaba de un estatus inalcanzable, de carácter sagrado, y por añadidura, ella se preocupaba de marcar las distancias. En el fondo, y a pesar de las apariencias, no había dejado de ser una invitada de honor coronada de misterio. Quizá por eso, los piriptaca jamás le preguntaron por sus orígenes ni por las razones que la trajeron a ese paraje. Su pasado no contaba para ellos. La historia que recordarían empezaba y terminaba allí, a su lado.
Y realmente a punto estuvo de terminar en la acepción más profética, romántica y literal de esa acotada percepción de la existencia. Sin síntomas previos ni un causante determinable, a Andrea le brotaron en la piel unas manchas rojizas que le picaban con inquina y supuraban un líquido verdoso. No les prestó demasiada atención en un principio más allá de rascarse o aplicarse barro y hierbajos para calmar la molestia, hasta que el mal se extendió por todo el cuerpo y el chamán se reconoció incapaz de diagnosticarlo con certeza –una certeza entre mística y empírica, la clínica no era su fuerte-. De lo que sí estuvo seguro fue del no-origen: ningún insecto o animal ponzoñoso la había enfermado. Los efectos patológicos que las distintas y variadas especies silvestres provocaban en los humanos los tenía catalogados y a raya.
El veneno, por tanto, se había originado dentro de ella, el enemigo era endógeno, lo guardaba en casa y a lo mejor en ese mismo hogar orgánico lejos de albergar el remedio, engendraba y alimentaba el problema. Una circunstancia que rebasaba con mucho la infraestructura sanitaria y académica del lugar y del facultativo al que Andrea se encomendaba para sanar. No había otro a miles de kilómetros a la redonda, ni helicóptero para las urgencias ni hospital de campaña.
Por precaución aislaron a la mujer mariposa en una choza que construyeron ex profeso. La anómala enfermedad (probablemente vírica y tan inclasificable según los parámetros primitivos de la superstición como para el más avanzado TAC de última generación) indujo a la convaleciente Andrea a calibrar el riesgo que su prolongada presencia y convivencia suponía para aquellas gentes. Si les contagiaba algún patógeno para el que no tuviesen defensas todos los infectados morirían. La sensatez, el martilleo de la responsabilidad, la sombra de la culpa, y por encima de ésta, el sincero cariño que les había cogido, aconsejaban tomar medidas inminentes. No obstante, las complicaciones retrasaron sus apremios y se impusieron a la conciencia.
Recluida bajo una precaria techumbre vegetal, protegida y apartada del resto por unas finas paredes de arcilla y hojarasca, su sistema inmunitario se enfrentó con poco más que sudores a formas microscópicas inmunes a esa pírrica propuesta de batalla.
Postrada y extenuada, en un lamentable estado de somnolencia continua, las matronas de la tribu le fijaban los ungüentos, le acercaban los vapores que a fuego lento cocían y entonaban los cánticos que el chamán había prescrito por no quedarse de brazos cruzados a esperar el fatal desenlace.
Una semana lunar fue el plazo que pronosticó para superar la agónica dolencia. Si para entonces Andrea no se había recuperado, el alma de mariposa volaría por su cuenta y los salmos de las plañideras serían otros.
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En la Terminal de Novo Rio tomó un autobús para abandonar Río de Janeiro en dirección a Sao Paulo. Pasó seis horas escuchando sus pensamientos y las conversaciones de los viajeros, aliviando el hambre con las croquetas de maíz y las alitas de pollo que llevaba en el recipiente de plástico. Cuando llegó a la Terminal de Rio Tieté lo primero que buscó fue un lugar discreto donde guarecerse de la oscuridad en esa urbe, especialmente peligrosa para una mujer. Aunque pagó por adelantado y pernoctaría una sola vez, registraron formalmente su llegada en el hotel de medio pelo que eligió. La burocracia en Brasil era una epidemia endémica, pero le sirvió para poner a prueba su nueva identidad y esta funcionó con normalidad.
Resultó una ingrata velada, cautiva del insomnio, meditó durante horas sobre su inmediato destino, el sitio al que se abocaba: la jungla más grande del mundo, una inmensidad de agua y vegetación. Un inextricable territorio que aún atesoraba vírgenes misterios y que evocaba la legendaria aventura que corrió Fernando de Orellana (1511-1546), descubridor -europeo- del río Amazonas y sus pantanales. El explorador llegó a ser uno de los conquistadores más ricos de la época pero cayó en desgracia y acabó dedicándose a la piratería en los afluentes y manglares que él mismo había cartografiado. Junto con su tripulación terminó desapareciendo en la selva amazónica, nunca más se supo de ellos. Quizás, entre los indígenas actuales, existiesen genes de alguno de aquellos españoles ambiciosos y rebeldes.
Andrea no haría escala en Manaos, la capital del Amazonas. Había decidido acceder a la selva a través de Rondonia, el estado con más fieles evangélicos de toda la República. Entre São Paulo y Porto Velho (la capital de Rondonia) había casi tres mil kilómetros, una distancia que por carretera, conduciendo ella misma, tardaría en recorrer unos tres días si no surgían imprevistos. Su plan era atravesar los dos matogrossos (el del Sur y el del Norte) antes de llegar a la susodicha Rondonia, y una vez allí, utilizar sus ríos para adentrarse en la espesura de la jungla. Cómo lo lograría era una incógnita, esa etapa de su viaje no se podía planificar, quedaba sujeta a la improvisación y a las circunstancias.
Desayunando en la cafetería del hotel observaba con minuciosidad los datos que figuraban en el recién estrenado pasaporte. Ahora habitaba en otra mujer oriunda de Tafí Viejo (Argentina) y rejuvenecida en seis años por la mágica tipografía. El chino había fabricado una excelente falsificación. Tendrían que emplearse a fondo las autoridades para percatarse de que las huellas digitales no coincidían con los datos que figuraban en ese salvoconducto.
Alquilar un vehículo sin utilizar la tarjeta de crédito no sería fácil en la nación del papeleo, solo ideando una eventualidad imponderable y aflojando por adelantado una fianza que no reclamaría podría colar. Primero seleccionó la agencia de alquiler y luego un todoterreno competente, cuando llegó el momento de formalizar el arriendo (por una semana) fingió haber extraviado el plástico. O lo había perdido o se lo habían sustraído, “iré a denunciarlo cuanto antes”, mintió. Afortunadamente llevaba dinero en metálico.
La treta funcionó a la quinta intentona, cuando estaba a poco de tirar la toalla y seguir moviéndose en autobús. Una excepción administrativa que confirmaba la regla. Rentó un todoterreno aceptable para siete días que le salió por algo más de 5.000 reales. Cuando en la agencia comprobasen que el coche no aparecía en la fecha pactada denunciarían su desaparición y la poseedora de los falsos documentos ingresaría en el registro policial de delincuentes. Una contingencia asumible pues no tardaría más de una semana en llegar a su meta, y entonces, ya no sería necesario exhibir cédula alguna.
La imaginaria línea que separaba los estados de Sao Paulo y Mato Grosso do Sul discurría por las aguas del río Paraná, ella la atravesó por el puente XV de Noviembre. La agrícola monotonía del paisaje y las interminables rectas de la carretera le provocaban somnolencia. El vehículo disponía de aire acondicionado pero Andrea no lo disfrutó, si pretendía adentrarse en la selva debería aclimatarse al trópico por la vía rápida. Aparte de detenerse lo imprescindible en gasolineras, repuso fuerzas en churrascarías y otros establecimientos aislados que encontraba en su camino. Durmió en un motel de Campo Grande (capital de Mato Grosso del Sur) y al día siguiente reemprendió la ruta hacia Vilhena.
Cruzarse con un individuo pateando su propio auto fue un suceso insólito en aquellas soporíferas planicies. El cascajo que maltrataba tenía el capó levantado y el tipo lo golpeaba en su flanco izquierdo en castigo por haberle dejado tirado. Andrea rebasó al desconocido y a su sparring metálico sin detenerse pero siguió observándolo a través del espejo retrovisor. Comprobó que la agresión a la máquina continuaba sin tregua, alternándola con hueras tentativas de arrancarla con dulces palabras. No fingía aquel hombre para perpetrar un asalto. La clandestina viajera pisó el freno y dio media vuelta.
La furgoneta de aquel naufrago de secano había dado de sí infinitamente más de lo que imaginaron los ingenieros que la diseñaron y ni los golpes ni las súplicas la reanimarían. Su dueño era transportista, se ganaba el jornal en largos trayectos acarreando mandioca, caña de azúcar, copoazú y maíz. El incidente le había pillado de vuelta a Porto Velho, por suerte para él iba sin género. Andrea compartía ese itinerario y le ofreció llevarlo. Hicieron el recorrido en dos fases tal y como ella tenía previsto. De noche se alojaron en Vilhena, en una fonda que el arriero desmotorizado frecuentaba a menudo. Al día siguiente retomaron la carretera hacia Porto Velho compaginando la conducción con el relato de sus historias personales
Wellington, así se presentó el hombre, descendía de africanos y no de indígenas americanos. Se sentía un campesino que huía del campo, rechazaba el rol de jornalero, por eso conducía. Prefería vivir sobre el asfalto empuñando un volante que padecer a un capataz dándole órdenes y vigilando sus pausas para mear. En lo suyo se echaban muchas horas pero las pagaban algo mejor que en el tajo cortando caña. Wellington había perdido la principal herramienta con la que desempañaba su labor pero superado el sofocón inicial aceptaba la adversidad con estoicismo. Se le notaba que estaba habituado a superar calamidades.
Andrea también tuvo que templar con su pasado, presente y futuro incierto, él quería saber a qué se dedicaba, qué iba a hacer a Porto Velho. Se describió a sí misma como una turista especial, le apetecía adentrarse en la selva y aprender a vivir en esta como los nativos. A Wellington sus aspiraciones le chocaban, ni las entendía ni las compartía. La mitificada selva empezaba a ser inhabitable hasta para los indígenas paridos en sus entrañas. Las compañías madereras destruían los bosques, mataban a los pecaríes y los carpinchos que alimentaban a sus habitantes desaparecían irremediablemente. Los aborígenes perdían hasta las tierras que cultivaban. Los que no morían literalmente del susto abandonaban sus dominios antes de perecer de inanición.
Una tragedia que no alteraba los planes de Andrea. Aprender a sobrevivir por sí misma en aquel paraje era un desafío personal que ni podía explicarse ni justificarse. Wellington supuso que se trataba de una promesa religiosa cuyas motivaciones él no debía profanar, sin embargo, para otro observador más agudo la fuga de esa mujer le hubiera parecido calculada al milímetro: la coartada turística, su avidez por leer la prensa en los locales en que repostaban (la mayoría de los editoriales apostaban por su salida del país e incluso del continente), el haberse procurado un testigo para su nueva identidad y el comportamiento esquivo con los escasos interlocutores que se tropezaban. Aunque hay gente así que sencillamente corre por miedo a pararse.
El transportista recordó a alguien que tal vez podría ayudarla en ese loco empeño. Le habló de Kawahi, un oriundo que milagrosamente no fue asesinado por los sicarios que contrataban las compañías madereras para ahuyentar y desposeer de sus territorios a los legítimos propietarios. Si el tal Kawahi aceptaba ser su guía le enseñaría lo que ambicionaba aprender. Haber recogido a Wellington en la estrada BR-364 fue providencial para ambos, gracias a él se abría una posible senda hacia la jungla amazónica, y por ende, hacia el olvido.
Treinta kilómetros antes de llegar a Porto Velho, a la altura de una inmensa subestación eléctrica con el mismo nombre que dicha ciudad, Wellington dio un repentino volantazo que despertó del letargo a Andrea para tomar un desvío que partía de la carretera por la que circulaban en su margen izquierdo.
—Si vas a secuestrarme hazlo con un poco más se sutileza, estaba soñando con unas pirañas de colores preciosas—le rogó la copiloto estirando sus extremidades superiores.
—Disculpa, yo también dormía—bromeó el transportista.
—¿No será cierto?
—Un ojo en el camino y el otro en el limbo, soy un profesional, confíe en mí.
—Como si tuviera más opciones… ¿adónde vamos?—Andrea condensó en esa frase resignada su compleja situación: se hallaba al albur de lo que unos desconocidos le propiciaran y a pesar de ello, y de ellos, continuaba decidida a seguir adelante. Retroceder a su anterior vida no entraba en sus planes y virar hacia la incertidumbre ya lo hacía en ese mismo instante.
—¿Está usted casada?—Wellington, ignorante de esas cuitas, cambió de tema, de tono y de intención.
—No que yo sepa—contestó indiferente ella.
—A mí me ocurre lo mismo—y ambos rieron por primera vez desde que se presentaran.
Se dirigían por un serpenteante y estrecho carril único trufado de baches, bordeado por una vegetación invasiva y asilvestrada, a Teotônio, la localidad donde moraba ese Kawahi, el guardián de las llaves que Andrea necesitaba para franquear el infierno verde. El bautizado pomposamente como ‘pulmón del planeta’ por los contaminadores occidentales que lo visitaban virtual y asépticamente a través de las imágenes captadas por los satélites tenía poco de salubre y acogedor a medida que uno se acercaba a los alveolos de esa naturaleza hostil e implacable. Los contrasentidos conceptuales de los seres humanos se resuelven a pie de árbol con una inmisericorde carcajada del Universo que los alumbró.
En aquella pequeña villa la proximidad del caudaloso río Madeira y de la frontera amazónica hacían patente la omnipresencia del pantanal. Conscientes del potencial turístico-aventurero de la zona, las clases pudientes del lugar asociadas con el capital foráneo se afanaban en transformar las visitas esporádicas de mochileros en estancias más largas: fines de semana, semanas enteras, sepulturas para siempre. Invertían sin ton ni son en el desarrollo de una infraestructura hotelera que permitiese a los viajeros quedarse a sufrir picaduras y otras caricias similares aunque la oferta era aún incipiente y descatalogada. Para los mayoristas y agencias sobraban mosquitos asesinos y se añoraban casinos con jacuzzis y viceversa.
Kawahi sobrevivía ensartando semillas de colores en hilos de lana y vegetales que él mismo tejía. Manufacturaba collares artesanales que vendía a los turistas por veinte reales. Cinco años atrás había abandonado la selva, cuando todos los suyos fueron exterminados. No se mostró muy interesado en pisarla de nuevo, mantenía aún el miedo cerval a los sicarios de las compañías madereras. Estos no querían testigos de sus desmanes ecológicos y masacres, y él había visto morir a todos sus parientes a un palmo de la nariz, de hecho, se libró de engrosar esa luctuosa lista escondiéndose bajo el cadáver de uno de sus hermanos y fingiéndose muerto.
La insistente mediación de Wellington y el generoso donativo que Andrea le ofreció consiguieron después de muchas negativas que el indígena cambiase de parecer. Aceptó pasar tres meses con ella en la jungla para enseñarle sus secretos y peligros, que los superase no podía garantizárselo por muy elevada que fuera la remuneración. A su criterio quedó la elección del territorio que recorrerían, siempre lejos de los intereses de las temidas madereras. Andrea y Wellington reposaron en Teotônio y a la mañana siguiente el transportista los trasladó a orillas del río Madeira para que se procurasen una canoa motorizada que solo a Kawahi alquilarían sin piloto.
En el embarcadero se despidió Andrea de Wellington agradeciéndole sus servicios como guía e intercesor (el hombre no se imaginaba cuánto significaba aquello para la huida), regalándole una buena suma de dinero y cediéndole el vehículo todoterreno. Ella no podría devolverlo y ya no lo iba a necesitar (la falsa documentación, un mapa, dos camisetas, un pantalón corto y unas zapatillas deportivas serían los contados artículos que acarrearía en el morral).
—Úsalo para tu trabajo, abandónalo, véndelo, recupera la fianza… lo que prefieras menos pegarle una paliza como a tu antigua furgoneta—le recomendó encarecidamente al heredero de las cuatro ruedas.
—Lo consultaré con mis esposas. Muchas gracias, señora, que le vaya bien ahí dentro.
—Que vaya, Wellington. Adiós.
Andrea y Kawahi se perdieron río arriba, remontando el ancho y turbio cauce del Madeira, iniciando un periplo sembrado de riesgos y sacrificios. Entre tanto, Wellington fallecería víctima de un accidente frontal en la carretera que le conducía a casa.
Kawahi fue un maestro paciente y Andrea una alumna aventajada. Aprendió a hacer fuego con palos y piedras, a construir una cabaña en la que guarecerse (sobre todo de la frecuente lluvia), a combatir las picaduras de los mosquitos, a fabricar una precaria canoa, a elaborar y colocar trampas para cazar, a fabricar un arco y las flechas y a manejarlo (con una excelente puntería), a pescar a mano, a distinguir las plantas, los frutos y sus propiedades (nutritivas, curativas o venenosas), a discriminar los reptiles y otros animales que debía evitar, a respetar un entorno ajeno e inhóspito para alguien como ella. Fueron doce semanas de intenso y provechoso aprendizaje a pesar de que solo abordaron lo básico y esencial para no rendirse en semejante empresa al primer contratiempo. Aún le quedaban muchas experiencias y tropiezos por incorporar a sus nuevas rutinas. Su situación no era equiparable a la de un bebé abandonado en medio de la jungla, pero la obligación de empaparse inconscientemente de cualquier detalle del entorno le afectara o no directamente, sí rememoraba ese periodo de absorción cognitiva e imitación. La exnadadora, excampeona, exempresaria y excandidata a la presidencia de la AOI estaba renaciendo sobre el fino hilo que la separaba de la muerte.
Kawahi era un indígena profundamente triste, hacía muchas estaciones que extravió las ganas de reír. Transmitía sus habilidades con tolerancia pero sin mostrar entusiasmo, cuando no ejercía de tutor el mutismo era su estado natural. Andrea intentó empatizar con él, despertarle algún interés, pero no logró enternecerlo de forma alguna. Kawahi era un ser imperturbable y sin fisuras, no se condecía una tregua o un capricho ni aflojaba en su hieratismo sentimental, solo temía a los malditos sicarios de los terratenientes e industriales con los que afortunadamente no se habían encontrado durante ese cursillo intensivo de adaptación al medio.
Sin embargo, cuando Andrea anunció a su instructor que se quedaba allí, que no retornaría a Teotônio, en el rostro de este se dibujó la consternación. Aunque fuera meramente por el asombro, aquel hombre inexpresivo por fin manifestaba una emoción. Kawahi no la veía aún capacitada para sobrevivir sola en el pantanal pero respetó su decisión sin apelaciones. Ni siquiera le preguntó hacia dónde pensaba dirigirse para aconsejarle en un sentido u otro. Antes de subir a la canoa le estrechó la mano protocolariamente, sin calidez ni camaradería, y emprendió el camino de vuelta a sus collares y silencios. Posiblemente aquel habría sido su último viaje a las entrañas amazónicas, él no necesitaba resucitar entre sus ruinas sino alejarlas lo máximo posible.
En la frondosidad de la selva residían tribus inmaculadas con las que nadie de la presunta civilización avanzada había conseguido contactar ni siquiera en pleno siglo del hipervínculo y el hiperhartazgo social. Únicamente sus integrantes manejaban fonéticamente el nombre que se daban a sí mismos como pueblo (muchos de ellos ignoraban cómo les llamaban sus vecinos). Andrea dedicó semanas a navegar a bordo de la piragua que construyó con las instrucciones de Kawahi por riachuelos que no figuraban en los mapas convencionales. Apenas abandonaba la pequeña embarcación, desde esta pescaba y sobre ella comía y dormía. Escudriñaba, en la hondura de la fosca, el mismo aislamiento que esas legendarias tribus no contaminadas por la alteridad foránea.
Miembros del clan de los piriptaca (título compuesto a partir de los términos vernáculos de piripkura: hombres mariposa, y -taca: sufijo gentilicio) hallaron sorpresivamente a una mujer blanca, a la que no acompañaba un séquito de fusileros o fotógrafos, nadando en las turbias aguas como ellos jamás habían visto hacerlo (las impetuosas brazadas al estilo mariposa les chocaron tanto que alguno sufrió un escalofrío vertebral similar al del orgasmo en ciernes). Un asombroso descubrimiento que contemplaron furtivamente y que decidieron contar al chamán inmediatamente. Dejaron a un vigía de guardia observando aquel ente casi mitológico y regresaron al poblado a la carrera.
Aquellos impactados testigos, además de explicarle atropelladamente al hechicero lo que acababan de vislumbrar, intentaban reproducirlo gestualmente. La aparición de esa hembra superdotada era una señal que el brujo-curandero interpretó positivamente. Quiso tratarla personalmente y lo guiaron al lugar donde estaba.
El curioso chamán quedó epatado al comprobar las cualidades natatorias de Andrea y no dudo ni por un instante en apodarla como piripmura (mujer mariposa). Sin revelar resquemor ni animosidad a su parroquia, ordenó que se contactara con la extraña de manera pacífica. Acudieron los más atrevidos a su vera con conchas de tortuga, rústicos abalorios y frutos para darle la bienvenida. Aunque hablaban una lengua ininteligible para Andrea, en seguida compendió que la invitaban a permanecer en la zona, no era una comitiva intimidatoria. Lo que no pudo discernir con claridad era por cuánto tiempo mantendrían esa actitud hospitalaria. Y con qué fin.
Los indígenas no eran conscientes de su nacionalidad brasileña ni de su identidad americana, su mundo se circunscribía al bosque que recorrían y al pedazo de tierra donde tenían plantadas las chozas. Con los piriptaca Andrea completó el adiestramiento que Kawahi iniciara. Ella, a cambio, simplemente les entrenó hasta que dominaron la técnica del estilo mariposa con más o menos pericia según las condiciones físicas de cada cual. Un acto mágico que valoraron como tal, ajenos al dato de que miles de deportistas profesionales y millones de profanos en los cinco continentes chapoteaban de igual modo (tampoco hubieran podido dimensionar lo que significada e implicaba ‘un millón de congéneres’). Bañándose con sus anfitriones fue como trabó una relación más cercana de lo que habría imaginado.
El trueque de cualidades se saldaba día a día a favor de Andrea, participó en sus ritos sagrados y en sus fiestas, compartió sus alegrías por los natalicios y sus tristezas por las defunciones accidentales y naturales, los acompañó en sus cacerías (en las que exhibió esa extraordinaria puntería que contribuyó al aprecio generalizado cada vez que se cobraba una pieza), manipuló arcos inmensos (de cuatro metros de largo: hasta un helicóptero correría peligro si fuese alcanzado por una de sus flechas) con los que abatían las presas mayores a gran distancia, memorizó la fórmula del veneno con el que untaban las puntas de flecha y de las cremas protectoras con las que se embadurnaban el cuerpo para protegerse del sol, los insectos y las plantas tóxicas.
Los piriptaca fueron muy generosos y acogedores con ella. Andrea se integró rápidamente en la tribu, se comunicaba con fluidez en su jerga, cocinaba sabrosamente la tortuga que tanto les gustaba, usaba correctamente el lenguaje de silbidos en la espesura para alertarlos, emulaba graciosamente las onomatopeyas y los sonidos de un montón de bichos.
El sexo se practicaba libre y relajadamente, sin horarios ni esquemas preconcebidos, donde les pillase el calentón. Andrea y su exótica desnudez estimulaban la libido de los aborígenes, alguno reprimía con evidente erección y dificultad la tentación de ofrecerle su carnalidad, pero no se atrevían porque la mujer mariposa disfrutaba de un estatus inalcanzable, de carácter sagrado, y por añadidura, ella se preocupaba de marcar las distancias. En el fondo, y a pesar de las apariencias, no había dejado de ser una invitada de honor coronada de misterio. Quizá por eso, los piriptaca jamás le preguntaron por sus orígenes ni por las razones que la trajeron a ese paraje. Su pasado no contaba para ellos. La historia que recordarían empezaba y terminaba allí, a su lado.
Y realmente a punto estuvo de terminar en la acepción más profética, romántica y literal de esa acotada percepción de la existencia. Sin síntomas previos ni un causante determinable, a Andrea le brotaron en la piel unas manchas rojizas que le picaban con inquina y supuraban un líquido verdoso. No les prestó demasiada atención en un principio más allá de rascarse o aplicarse barro y hierbajos para calmar la molestia, hasta que el mal se extendió por todo el cuerpo y el chamán se reconoció incapaz de diagnosticarlo con certeza –una certeza entre mística y empírica, la clínica no era su fuerte-. De lo que sí estuvo seguro fue del no-origen: ningún insecto o animal ponzoñoso la había enfermado. Los efectos patológicos que las distintas y variadas especies silvestres provocaban en los humanos los tenía catalogados y a raya.
El veneno, por tanto, se había originado dentro de ella, el enemigo era endógeno, lo guardaba en casa y a lo mejor en ese mismo hogar orgánico lejos de albergar el remedio, engendraba y alimentaba el problema. Una circunstancia que rebasaba con mucho la infraestructura sanitaria y académica del lugar y del facultativo al que Andrea se encomendaba para sanar. No había otro a miles de kilómetros a la redonda, ni helicóptero para las urgencias ni hospital de campaña.
Por precaución aislaron a la mujer mariposa en una choza que construyeron ex profeso. La anómala enfermedad (probablemente vírica y tan inclasificable según los parámetros primitivos de la superstición como para el más avanzado TAC de última generación) indujo a la convaleciente Andrea a calibrar el riesgo que su prolongada presencia y convivencia suponía para aquellas gentes. Si les contagiaba algún patógeno para el que no tuviesen defensas todos los infectados morirían. La sensatez, el martilleo de la responsabilidad, la sombra de la culpa, y por encima de ésta, el sincero cariño que les había cogido, aconsejaban tomar medidas inminentes. No obstante, las complicaciones retrasaron sus apremios y se impusieron a la conciencia.
Recluida bajo una precaria techumbre vegetal, protegida y apartada del resto por unas finas paredes de arcilla y hojarasca, su sistema inmunitario se enfrentó con poco más que sudores a formas microscópicas inmunes a esa pírrica propuesta de batalla.
Postrada y extenuada, en un lamentable estado de somnolencia continua, las matronas de la tribu le fijaban los ungüentos, le acercaban los vapores que a fuego lento cocían y entonaban los cánticos que el chamán había prescrito por no quedarse de brazos cruzados a esperar el fatal desenlace.
Una semana lunar fue el plazo que pronosticó para superar la agónica dolencia. Si para entonces Andrea no se había recuperado, el alma de mariposa volaría por su cuenta y los salmos de las plañideras serían otros.
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