Esto no es política
La política se ha quedado en el gesto, en lo que dicen
los ademanes, en la palabra pensada para el ensimismamiento de quien la
escucha. Incluso de quien la dice, ególatras ensimismados. La política es otra
cosa mucho más compleja e importante, es escuchar lo que no nos gusta, observar
lo grotesco, digerir lo incómodo, intentar descifrar lo que piensan -verdadera
dimensión de lo que luego harán- quienes decidan ejercer la representación y
consiguiente poder.
Pediría una clase política que me trate sin condescencia
ni paternalismos, con un mínimo de inteligencia, y con la premisa principal de
mantener la convivencia entre iguales y no alimentar el odio por los réditos
electorales que piensan que pueden obtener. Política no es marketing; política
es entender las claves que hacen que una sociedad sea culta, capaz, sensible,
solidaria y animosa en su quehacer personal y colectivo y favorecer que eso
ocurra.
Los iluminados y los salvapatrias son la antítesis de la
política, son solo soberbios que desprecian a todo el mundo, tiranos con un
único ánimo y objetivo: lo que diga, como lo diga y aniquilación de todo lo que
se oponga. No es nuevo esto, cuan peor, hay ejemplos permanentes, pero
olvidamos torpemente, quizá por esa pereza mental que nos atrofia y nos impulsa
a no mirar, a no fijar el pensamiento allí donde en realidad debería tener
puesto su interés, dedicación y recuerdo.
Todos creemos tener una solución, todos pensamos que
somos mejores que los demás, que en nuestras manos esta nave navegaría por buen
rumbo y con un buen viento a favor. Es todo falaz, el único valor que se puede
aplicar a lo colectivo es el del entendimiento, el del acuerdo que contemple un
espacio abierto a todo lo aceptable y renuncie y rechace y constriña hasta la
asfixia lo contrario a esto, lo que pretenda, con pseudo lenguajes y falsas
quimeras, romper ese espacio y pervertirlo para su propio y mezquino beneficio.
No permitirlo está en cada cual, no en los demás.
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Quóronter
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A la guerra de matar, no a la otra
Desterramos la meritocracia y el
conocimiento, aupamos a mediocres arribistas e ignorantes, reímos sus gracias y
cuando nos pidan sangre aplaudiremos con los muñones.
Da igual en qué país (España, EE.UU:,
Italia, Reino Unido, Brasil, Filipinas, Rusia) y cuándo leas esto. Da igual que cambien los
nombres de las agrupaciones, asociaciones o facciones: la izquierda siente asco
por la derecha y la derecha siente asco por la izquierda.
Asco, ni siquiera odio o inquina. Por
supuesto nada de respeto, consideración o admiración. Ni rastro de entendimiento, comprensión, acercamiento o
cesión. Asco puro y duro. ¿Puro?
Evitaré entrar a dirimir qué asco está
más justificado o éticamente razonado. Obviamente los dos polos son asimétricos
y por tanto difícilmente comparables con cierto rigor –no “se tocan los
extremos” como falaz y alegremente algunos generalizan metiendo cuadrados y
triángulos en el mismo bombo-; no trata esta reflexión de buenos y malos aunque
los haya o así los percibamos desde nuestras respectivas trincheras (ya es per se ridículo y triste y pueril ese
enfoque maniqueo).
No se refiere tampoco a la causa ni a
los causantes sino a las consecuencias y a sus portadores los consecuentes (me
cuesta no llamarlos infectados o propagadores o contagiadores), es decir, se
fija en la onda expansiva una vez tirada la piedra y escondida o enarbolada la
mano.
La masa de votantes y simpatizantes -más
o menos comprometidos, más o menos activistas de salón y callejón, más o menos
informados- asume la recepción y la aceptación de las posturas políticas
(también de la política como corriente dialéctica) emanadas de los líderes y
sus adláteres oficiales como una transferencia ideopanfletaria descaradamente
visceral, basada en instintos cerriles y atávicos, alejada del espíritu
crítico, de la responsabilidad individual y de la exigencia de unos mínimos ya
sean democráticos o humanistas o cívicos. No se barajan y exponen méritos, ni
aciertos o errores, se disparan gargajos de saliva y donde caigan han caído. En
saco roto las más de las veces y en terreno propio abonado las demás.
Si el ¿arte? de gobernar los intereses
comunes, de gestionar la res pública, se convierte, ya lo ha hecho, en una
lucha gutural entre el fondo norte y el fondo sur, de megáfonos contra megáfonos,
de convencidos contra convencidos, de fanáticos exaltados acusando de fanáticos
exaltados a quienes lo son o no (lo terminarán siendo por inercia, por
gregarismo, por defensa y contraataque) la única salida en la que ambos bandos
se pondrán de acuerdo -en una paradoja unánime y tan cómica como trágica- será
en ir a la guerra.
A la guerra con armas, con instintos
desatados, con banderas y dioses y héroes y consignas y la historia casualmente
apoyándolos a todos aunque ninguno se ajuste a ella, a su verosimilitud. A la
guerra de matar y morir, para entendernos. A la guerra
que produce ganadores y derrotados, que impone tras su
transcurrir y conclusión el criterio de los primeros sobre el de los segundos
sin compasión, por la vía de la fuerza y la aniquilación, de la negación y extinción
(o sometimiento del otro) y que a su vez inocula el anhelo de venganza y
reparación en este otro, en millones de esos otros. Instintos que avivan más y
peores instintos.
Pues hacia eso vamos, que nadie nos
distraiga de tan noble empeño porque una pandemia letal nos ha sabido a poco. Que
Houellebecq me acoja en su seno para entonces.
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RqR Escritores