Y así, terminas de asearte, desayunas frugalmente, con prisas, besas a
tu mujer y a tus hijos si los tienes y si te quieren lo suficiente todavía,
tomas el metro a la hora de siempre, te procuras un pequeño hueco en el
atestado vagón, consultas los mensajes nuevos y pendientes en la pantalla
táctil, repasas con apatía y hastío la agenda de quehaceres diarios, captas
aleatoriamente conversaciones perdidas, entrecortadas, cacofónicas, que cuentan
más de lo mismo: “mi jefe es un cabrón”, “ese está ahí por enchufe”, “anoche el crío vomitó
porque…”,
desconectas aburrido entornado despacio los párpados, caes en un liviano
letargo que maquinalmente desaparece al oír el aviso pregrabado de tu estación
de destino, recorres los pasillos escoltado por muertos vivientes que se
parecen a ti, emerges a la superficie derrengado sobre la goma de la
escalera mecánica, suspiras, te empujan sin disculpas ni ternuras, enciendes el
primer pitillo de la mañana, caminas cansado y obligado hacia la entrada del
edificio donde trabajas desde hace treinta años y cuatro meses, uno más -¡aguanta, hombre!- y podrás jubilarte con
el cien por cien.
Saludas a los vigilantes de seguridad que filtran la riada humana a
golpe de escáner, fichas con la tarjeta de empresa al tiempo que atraviesas los
tornos, esperas paciente a que el ascensor se pose en el vestíbulo y abra sus hojas
de acero, te introduces en él por pura inercia, intercambias sonidos guturales
con desconocidos, conocidos y compañeros de turno –por ese orden-, presionas el botón
luminoso que pregona el piso al que te diriges, bajas la mirada, bajas la
cabeza, ojeas tus botas sucias, bailas disimuladamente al compás del hilo
musical –los Beatles en versión instrumental,
qué desperdicio-, olfateas las perlas flotantes que dispersa el ambientador
para ocultar el olor a realidad, cedes el paso cortésmente a las personas que
se apean antes que tú, apagas el teléfono móvil –un acto de rebeldía, ¿a cuento de qué?-, dejas volar la
imaginación, se estrella al aterrizar.
Esperas, esperas, hasta que al fin te hallas sin semejantes en ese
habitáculo pendular, confirmas que has llegado a la planta tope en el panel de
teclas, muy por encima de tu hábitat cotidiano –qué te ocurre, muchacho,
no es normal en ti-, abandonas la caja y te encaminas hacia al cuadro de
mandos electrónico, usas la llave maestra de mantenimiento para violar el
candado y manipular los interruptores con distraída pericia –se te dan bien esos
tejemanejes-, cierras la carcasa de plástico, subes a pie los últimos peldaños,
empujas la puerta que desemboca en la azotea, la trabas tras franquearla para
cerciorarte de que nadie te molestará ni interferirá en tus improvisados
planes, estás aislado, solo, ajeno al monstruo que te da de comer, alzas los
ojos, alzas la cabeza, escrutas el cielo, mides el volumen variable de las
nubes, eliges uno de los lados que delimitan el cuadrilátero a cielo abierto y
con una parsimonia impropia del momento te sientas sobre la balaustrada de
cemento y permites que tus piernas cuelguen a doscientos metros de altitud –lo has conseguido,
chaval, ya estás ahí-.
Transcurren varios minutos, en silencio, en calma, no llega a paz pero
te sirve, buscas en el bolsillo de la chaqueta el paquete de tabaco, extraes el
segundo cigarrillo de la jornada –qué diferente al anterior, cuando eras una hormiga
aplastada a ras de suelo-, lo enciendes con dificultad por la fuerza del
viento que sopla enconado e insistente sin barreras ni resistencias, exhalas el
humo y no sabes por qué justo entonces te fijas en lo que hay debajo.
Hasta ese instante te resultaba indiferente.
Caes en la cuenta de que muy lejos de ti mismo en sentido vertical y
descendente se ha formado un corrillo de gente que te señala con sus minúsculos
deditos, las ambulancias sortean a los conductores parados y
curiosos, la policía ha montado el dispositivo de rigor y corta el tráfico
rodado en las inmediaciones, los servicios médicos montan un hospital de
campaña inflable -¡ay!, suspiras- y
un señor brillantemente calvo trata de comunicarse contigo a través de un megáfono
aunque sus palabras se volatilizan a mitad de la torre que has hecho tuya –poco tienes que decir o
añadir, ¿verdad?-.
Y así, terminas de fabricar tu
propia tragedia en ciernes –grande o pequeña, qué más da-. Después te arrojarás
al vacío o recuperarás la cordura –una de
dos, ¿cómo van las apuestas en Twitter?-. El pitillo se consume con
celeridad y notas el jodido frío en cada poro de tu piel. Tiritas. Estiras el
cuello, te asomas, te balanceas -ahora
bailas sin disimulo, gamberro-. Toses. Esperas, esperas, lo demás es mero aderezo,
épica barata de postal.
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