Valoramos poco y mal nuestra incapacidad para controlar los sueños cuando dormimos. Y es, junto con el invento del freno -cualquier freno- lo mejor que le ha ocurrido al ser humano desde que es consciente de sí mismo y del otro. También desde que duerme, claro.
Que no dependan de nuestro criterio racional, estrato social, educación, profesión, edad, salud, nacionalidad, patrimonio, voluntad, color de piel, religión o sexo a pesar de que los engendremos de forma orgánica -de que seamos presuntamente sus propietarios- y se basen en realidades vividas, fingidas o paralelas, expectativas creadas, miedos fundados e infundados, recuerdos, anhelos y reacciones químicas más o menos azarosas, nos obliga a apartar nuestras sucias manos de ellos, y por tanto, a disfrutarlos o padecerlos (en el caso de las pesadillas) sin más herramienta y defensa que la sorpresa.
En las tramas que se crean y desarrollan democratizando el pensamiento abstracto y elevándolo a la categoría de delirio somos protagonistas, secundarios, héroes, víctimas, objetos, sujetos, narradores en tercera, segunda y primera persona, plurales y singulares, presente, pasado y futuro de algo que nos supera, pervierte, alerta, divierte, asusta, emociona o ilumina. De algo que no se rige por leyes, normas, costumbres, tradiciones, silogismos, principios, valores, preceptos, convencionalismos o finalidad alguna. Y además es legal, ningún código, ningún policía, ningún juez, ningún tribunal, ningún parlamento, ninguna turbamulta enfervorecida pueden acusarte ni condenarte por haber soñado esto o aquello. Ni siquiera uno mismo baraja en serio la opción de sentirse culpable por lo sucedido durante una aventura onírica, suponiendo que esta no se olvide al abrir los ojos o con el primer sorbo de café (así nos protege la mente de la adicción, con otras adicciones).
Resultaría terrible que los avances científicos, que la física cuántica o la propia evolución biológica de la especie revirtiesen ese falso hándicap. Carecer de autoridad sobre nuestros sueños debería ser un derecho inalienable de todos los individuos que pueblan este planeta porque las consecuencias de perderlo (y ganar mando en plaza soñada) nos abocaría al destino más triste imaginable: reproducir en el letargo la vulgar existencia.
Es decir, ya no volaríamos entre montañas o sobre el mar ni resucitaríamos tras un cañonazo de plomo ni el suicida ensayaría su acto final cuantas veces se le antojaran, no se nos aparecerían los muertos tocados con un gorro de Napoleón y sujetando una ensaimada mallorquina, no venceríamos con un leve soplo al enemigo más temible, los ateos no charlarían cara a cara con los dioses que refutan, los creyentes no pecarían con plena indulgencia, no viajaríamos a Plutón en un carromato tirado por mulas, no caeríamos desde un rascacielos justo antes de comernos un tiranosaurio rex en aquel restaurante de Senegal pegado al río Amazonas y con vistas al parque de nuestra infancia, no seduciríamos a las estrellas del cine ni nos amputaríamos un brazo para escapar de una prisión murciana intuyendo que en la siguiente escena esa extremidad se habría regenerado y dispondríamos de ella para derribar las almenas de un castillo a puñetazos o para vacunarnos contra un virus que habla en farsi y se parece sospechosamente a Gerard Depardieu.
En fin, un desastre que haría imposible gozar de la única libertad auténtica e ingobernable así como impediría que nos riésemos despiertos de quienes interpretan los sueños, los dotan de significado y se afanan en fiscalizarlos.
Anoche soñé que era el emperador de este maravilloso equipo de curling neozelandés:
__________
RqR
Escritores
© imagen: Cinzia Guerci
© imagen: Cinzia Guerci