Supongo que hay muchas clases de pereza aunque, en última instancia, pereza sea. Me refiero a su motivación, aun inconsciente, a eso que nos lleva a ella. Puede haber una pereza motivada por el cansancio, o la pereza de la frustración, o esa que aparece antes de acometer una gran obra o decisión. También apuntaría a esa pereza que podría reconocerse como una faceta económica que el cuerpo, en ocasiones, aplica a su radio de acción, 'no acción' en este caso, por aquello de no malgastar energía, por ese ancestral instinto de guardar para después, como si ese "después" fuese una certeza inviolable. Digamos, pues, que hay una forma de pereza que gestiona el cuerpo con más o menos criterio o con, al menos, su particular criterio.
Pero no vengo a traer aquí esa pereza, que es causa, sino la pereza que es consecuencia, esa que se instala por constatación, por evidencia, de que no hay posibilidad digna de motivar acción alguna. Se trata del perfeccionismo y de su huésped, el perfeccionista, los que motivan este tipo de pereza que resalto, es la pereza del huésped que esto suscribe.
El perfeccionismo obliga a la quietud, obliga a la inacción, establece una idea perfecta sobre algo, la estructura —la idea— conceptualmente y, en la fase de intentar llevarla a cabo, aún mental, advierte del reguero de imperfecciones que la idea va adquiriendo conforme se desarrolla, como si cada acto fuese una adherencia de incoherencias e imperfecciones manchando la primigenia idea de lo que establecimos en nuestra mente. El perfeccionista, obligado por ese ente mayor, el perfeccionismo, advierte de inmediato que ningún esfuerzo merece ser ejercido en base al resultado que obtendrá y, como consecuencia de todo ese proceso mental, abrazará la pereza como si en ella encontrase la salvación a todo ese malestar, a ese proceso de aniquilación interna que implica reconocer la mancha de la imperfección sobre la idea inicial perfecta.
Que es una excusa, dirán algunos, los entusiastas, los que todo lo quieren tocar, los que todo quieren hacer, los que piensan que por no hacer eres ya un mal ejemplar; y quizá lo sea, quizá sea la excusa perfecta (también un mal ejemplar) para no practicar la imperfección, para no caer en el pozo del desasosiego —bendito Pessoa— que produce ese tránsito entre lo perfecto y lo que resulta de la acción.
Pero no para mí, que la pereza es, en su plenitud, consecuencia de no querer hacer algo mal.
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Jorge M. Ruiz