Que nada contenga –de contención, no de contenido– lo que el alma alberga.
Cómo podría la vida soportar todo lo que no entiende. Cómo podría contener aquello que no toca ni ve, mas siente. Cómo entiende la vida lo que no entiende, lo que no puede comprender, lo que se le escurre entre los dedos antes siquiera de intuir lo que puede ser, lo que puede incidir, lo que aspira eso a ser, a incidir –otra vez–, a trascender. Qué clase de vida, arrogante, sería capaz de admitir ese déficit, esa incapacidad, ese constante pretender sin llegar a ningún lugar más que al de constatar esta ridiculez, esta insignificancia, esta apenas intención de quedar inmerso en eso tan amplio que nos supera, que desborda. Vendrá de ahí el mirar hacia lugares más comunes, de ahí la intolerancia del intelecto a saberse débil, de ahí a no tratar con eso que lo supera, para mantener la ficción de que todo esto se maneja, que se está por encima, cuando ni siquiera se está, o se está supeditado a todo eso, distorsionando la libertad del ser.
El contenido es la única verdad, el continente es el sueño del que duerme y se conforma con una irrealidad que entiende realidad pero que sabe inexistente aunque no lo reconozca como tal.
Que al contenido no lo abarque ni soporte continente alguno. Que no haya vida capaz de asimilar tamaño estar, tamaño ser, que el cuerpo se desintegre ante la presión de lo que debe contener, que las fibras se descompongan, que se resquebrajen ante la presión de todo lo que existe aun sin ver, de todo lo que es aun no parecer siendo, de todo lo que hay ya dentro sin poder liberarse, la contención del contenido –lo que es y su represión, reiterada contención–.
Por qué me ha tocado a mí apreciar lo que nunca llegaré a apreciar, por qué la pregunta, por qué observar, cuando de ahí todo lo que surge es un despertar imposible de manejar. No mirar, qué placidez, aunque ya nunca se deja de ver y tampoco de mirar. Ese es mi malestar, ambas cosas a la vez, lo que veo y lo que se es, lo que manejo y lo que sé que es verdad y que no puedo controlar.
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Jorge M. Ruiz