Cuando llegó el sillón a casa no levantaba un palmo del suelo, era muy inquieto y travieso, no paraba de hacer planes, de viajar a otras habitaciones con total libertad de movimiento, se escondía tras la funda para que lo buscásemos o se retiraba unos pasos para que cayésemos de culo sobre el suelo al sentarnos. Por las noches armaba jaleo con los otros muebles y después los invitaba a dormir la mona en su regazo. Y míralo ahora, ahí, arrinconado, más ancho que alto, deshilachado, aferrado a sus cojines, hablando a la tele, sin pulso, completamente humanizado.
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