Más o menos a media caída –cómo medir con exactitud semejante punto en movimiento- fui consciente de que esa no era forma de suicidarme. Un escritor que se precie como tal está obligado a dejar una carta dirigida al señor Juez o al socorrido 'A quien corresponda' impecablemente redactada, clara, breve, sincera, directa, sin adjetivos. Un narrador de verdad, de raza lo calificaban antes, habría de vetarse los adjetivos en cualquier situación y más aún cuando le vayan a leer a título póstumo, entre lágrimas o jolgorios, compungidos o aliviados.
Ya Homero pecaba de ornamentar sin fundamento y alegremente a su Odiseo al poco de empezar a cantarle, un claro ejemplo de chantaje emocional con el fin de condicionarle para que ejerciese de héroe vivaracho en vez de atender a las responsabilidades de su reino isleño y de su adorable familia. Te ponen en la tesitura de marchar a la guerra con tamañas esperanzas sobre tus hombros que a ver quién es el espíritu espartano que renuncia a la gloria, la leyenda, la admiración, y se queda en el jardín trasero cortando leña o ayudando a Telémaco con los deberes de la escuela.
Desde entonces ningún autor se ha privado de vestir y enjuiciar personajes y escenarios. Que si Platero era un asno suave y duro por dentro -¿dónde guardas las radiografías que lo demuestren, Juan Ramón?-; que si Don Quijote enjuto e idealista -¿acaso eras nutricionista o tertuliano de televisión, don Miguel, para afirmarlo con semejante contundencia? Cuánta megalomanía en el oficio. No entremos, pues, tanto al detalle, algo hay que donar a la imaginación del voraz y amable lector. Sin adjetivos, insisto.
A lo que iba: la caída. Paré repentinamente en seco mi vuelo descendente, remonté en sentido contrario hasta el balcón que me sirviera de trampolín a la posteridad instantes previos y me acomodé frente a la mesa de trabajo con una cuartilla y una pluma estilográfica como únicas herramientas para concluir debidamente este capítulo de mi vida y abrir el epílogo por todo lo alto –en realidad por todo lo bajo, que la metáfora me perdone- de mi muerte. Insuperable treta narrativa, reconocerían epatados los críticos y estudiosos de mi yerma obra. Terminada, revisada y firmada la misiva busqué un sobre de parejas dimensiones para envolverla de misterio e intriga, la deformación profesional, y hete ahí la casualidad de que este útil elemento de papiroflexia presentase ya consignada la dirección de envío: "Concurso literario Homenaje a Mariano José de Larra". ¿Y por qué no? Larra podría convertirse perfectamente en ese 'A quien corresponda' al que dirigir mis postreras letras.
Sellado y franqueado con el suplemento de urgente en la oficina de Correos, salió mi texto culmen rumbo a la consagración. Tan solo me restaba consumar mi tragedia, certificar lo dicho con el hecho. Sin embargo, creí conveniente aplazarlo para más adelante, padecía un hambre feroz.
Di buena cuenta del plato de garbanzos que me sirvieron en la tasca más ruidosa y populosa del barrio. Regado con un vino peleón de la casa que castigaba más que maridaba con las legumbres galdosianas y acompañado de un currusco de pan endurecido que sin embargo me supo a gloria untado en el grasiento caldo del potaje. Pareciese que estaba disfrutando ajeno a la misión que me aguardaba, una contradicción sentimentaloide que opté por obviar para no regodearme en el melodrama barato, un estilo que jamás cultivé a lo largo de mi dilatada carrera literaria a sabiendas de que esa actitud me escamotearía pingües beneficios y verdes laureles.
¡Larga vida a la muerte que me espera al llegar a casa! Así brindé a media voz, alzando mi orujo de hierbas y ofreciéndoselo a Tánatos, el único que comprendería mi guiño y mi hazaña. Los ocupantes de la mesa contigua contuvieron la risa en una mueca condescendiente, cuchichearon divertidos, mirándome de reojo, imitando mi salutación con sus copas y vasos, invitándome a otra ronda, requiriendo la presencia del camarero. Aproveché el desconcierto de este, ocupado tras la barra en buscar la botella, y me largué sin pagar. Nada del prosaico mundo afectaba ya a los cadáveres andantes. Que mis herederos saldaran las deudas y los dioses las humanas afrentas.
De nuevo postergué mi luctuoso cometido. La digestión y el alcohol de ínfima calidad surtieron efecto tan pronto me derrumbé sobre el sofá del salón. Me invadió una somnolencia tan seductora como dominante, un sueño previo al definitivo, un prólogo merecidamente ganado por la redacción postal y la ingesta del menú de batalla. Arropado por la acogedora calefacción a la que tanto odiaba mi manta sintética de color mostaza desterrada desde que instalaron ese sistema de climatización con maneras de madre cuidadora y apoyada la cabeza en un cojín mullido de motivos florales perdí la noción del espacio y del tiempo, solapando la siesta de sobremesa con el descanso nocturno sin solución de continuidad. Me estaba yendo a mi ritmo, preparándome en un ensayo general para la gran función. Clausuraba el segundo acto de mi epopeya sin demasiada épica pero con suficiente honestidad. Hasta yo mismo oí y sentí mis poderosos ronquidos, no hubiera sido extraño que Caronte huyese despavorido sin cargar conmigo hacia la otra orilla. En breve se lo preguntaría.
Superado generosamente el mediodía de la siguiente jornada me desperté con el sonido del teléfono móvil. Aún con los párpados entrecerrados descolgué y escuché atentamente la voz al otro lado. En la editorial que patrocinaba el concurso literario homenaje a Mariano José de Larra habían leído mi nota de despedida con angustioso entusiasmo –un valiente y notable relato funerario, no se mate usted todavía, por favor- y su director me proponía que ampliase la idea con otras epístolas terminales hasta convertirla en algo así como un libro de autoayuda inverso o disruptivo, no entendí bien este concepto, lo que no fue óbice para que aceptase el encargo. Pagaban por adelantado.
A raíz de ese giro en la trama los acontecimientos se precipitaron sin lógica alguna. La publicación resultó un rotundo éxito de crítica y público, se vendieron miles de ejemplares en mi país y en el extranjero, fue traducida a más de treinta lenguas, profusamente premiada y elogiada sin pudor por especialistas en la materia. En qué materia, lo ignoro.
Ese rutilante pelotazo literario me aupó a la categoría de gurú millonario y desde aquello, cinco años se cumplen ahora, recibo una ingente cantidad de correspondencia remitida por seguidores devotos que trataron de emularme en sus suicidios parando en seco a media caída. Fascinante, por usar un adjetivo.
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