Posé cuidadosamente sobre la encimera de la cocina la copa de brandy que
estaba paladeando mientras con la mano libre activaba la alarma exterior (un
cometido innecesario pues como el resto se hallaba automatizado, quería
sentirme estúpidamente útil y eficiente).
Al marcar la contraseña en la pantalla táctil –un código alfanumérico interminable que la dirección nos obligaba a cambiar y memorizar cada 24 horas por cuestiones de seguridad poco realistas para este páramo de paz y tenue aburrimiento donde nadie, un nadie absoluto y omnipresente, venía a visitarnos y mucho menos con aviesas intenciones- el cuadro de mando domótico emitió un chispazo impropio de semejante alarde tecnológico a priori limpio e infalible, aburrido también este, que a su vez indujo de manera preventiva tal y como dictaba el protocolo programado un inmediato corte de suministro eléctrico en el interior de la casa y en las zonas habilitadas como laboratorios y almacenes.
Al marcar la contraseña en la pantalla táctil –un código alfanumérico interminable que la dirección nos obligaba a cambiar y memorizar cada 24 horas por cuestiones de seguridad poco realistas para este páramo de paz y tenue aburrimiento donde nadie, un nadie absoluto y omnipresente, venía a visitarnos y mucho menos con aviesas intenciones- el cuadro de mando domótico emitió un chispazo impropio de semejante alarde tecnológico a priori limpio e infalible, aburrido también este, que a su vez indujo de manera preventiva tal y como dictaba el protocolo programado un inmediato corte de suministro eléctrico en el interior de la casa y en las zonas habilitadas como laboratorios y almacenes.
El edificio pensante se protegía de sí mismo, de sus fallos imperdonables en teoría marginales y minimizados hasta la extenuación en miles de ensayos y test de estrés previos, y se condenaba a un lapso se penumbra quizá para reflexionar sobre lo que le había ocurrido, sobre la culpa y la redención y el algoritmo díscolo que ponía en cuestión su mera existencia, su funcionalidad.
De paso, cual efecto subsidiario tenido en cuenta aunque no prioritario en términos de coste/beneficio, nos salvaba de un hipotético incendio o de una supuesta deflagración en cadena a sus residentes. Le di las gracias, a pesar de esa desconsideración, de ese desafecto por la especie que lo creó.
Intenté restablecerlo manualmente alumbrando el modulo central con la linterna led del teléfono móvil –ahí la arrogancia humana me tentó, si podía darle una lección, apuntarme una victoria por pírrica que fuera, me la apuntaría, se la daría- pero pronto comprobé mirando a través del ventanal que todo el campamento base, todo Marte, estaba a oscuras.
El último apagón general aquí duró el equivalente a dos años terrestres y este tenía aún mejor pinta. Resignada, me serví a ciegas otro lingotazo para celebrar el buen gusto del anterior inquilino, fue él quien nos dejó en herencia las botellas de este exquisito caldo. Mi compañero de misión no tardaría en llegar.
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RqR Escritores