No es más que una carretera comarcal que nace
en mi pueblo, en plena montaña, y desemboca en la capital de Nueva Caledonia o
en Siracusa o en Vladivostok. Estrecha, sin línea continua que delimite los
carriles en un sentido u otro, serpenteante en algunos tramos, con cambios de
rasante pronunciados -si aceleras durante la subida el coche despega y salta y
aterriza a veces-.
Atraviesa dos provincias, tres países, no sé cuántos continentes, se nota por el cambio de firme en la frontera imaginaria y por nada más; también un campo de golf rural y un pantano surcado por el viaducto que traza su exacto diámetro.
Hay a ambos lados bosques marchitos, prados casi siempre yermos, aldeas de nombres afrancesados de cuando Bonaparte las ocupó, apáticos molinos de imponentes aspas quietas que el dios Eolo –muerto y bien muerto- pocas veces se molesta en hacer rotar, silos abandonados, casas solariegas y refugios de piedra para los pastores que emigraron a la ciudad.
En agosto, si coincides a la ida o a la vuelta con la luna llena, esta se posa sobre el asfalto aun con el ocaso en llamas y te permite circunvalarla sin salir de esa misma carretera ya para entonces más pasional que comarcal, más vuelo o singladura o ascensor o máquina del tiempo que recorrido, partida y destino. Más relato que camino. No es más que eso.
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RqR Escritores