Vinculado, no asociado | Ensayo | Jorge M. Ruiz

El dolor está asociado... no, asociado no, vinculado. Empiezo de nuevo. El dolor está vinculado al espacio de la memoria que, una vez instalado, lo produce. Y ahí seguirá por los siglos de los siglos, impertérrito, persistente, visible y bien definido. Por eso hablan tanto del olvido, porque en el olvido es donde únicamente puede haber ausencia de dolor.

Aunque esto es una ficción, una falsedad provocada por el intelecto para su propia supervivencia, para la superación de ese dolor que hace la vida difícil, a veces insoportable. Pero ese olvido, que nunca es olvido sino distancia, es del todo imposible; lo alojado en la memoria jamás desaparece, no contempla su propia aniquilación, como hace el suicida cercado por su incapacidad de observar la salida al absurdo de la propia vida, no considera su disolución por nada, no juzga las consecuencias de su vigor ni le importa el saldo generado. Mira al huésped con la frialdad y la distancia de quien nada debe a nadie ni le importan las miradas censoras ni su moralina inquisidora. El dolor, de hecho, es lo único que queda, es lo único a lo que no somos ajenos, es lo que avisa de que se vive, aunque no se pueda vivir o no den ganas de vivir, de soportarlo, de escuchar su lección, que a veces es más dolorosa que el propio dolor. Poco hay más explícito que el dolor, poco hay que lo apacigüe o mitigue sin hacernos perder la esencia de lo que somos. Grandioso si lo enfrentamos y focalizamos, asumible solo en la posibilidad y capacidad para integrarlo. 

Así llegó a decir Nietzsche (o como se escriba): «Lo mejor es la muerte». Uno, a eones de distancia intelectual de Niesztche (o como se escriba), dijo: «La consciencia honesta sobre uno mismo enfrenta al instinto y terminará con él. No juntos, sino aniquilado». Por eso la especie desprecia a estos saboteadores, porque saben y conocen la grieta, la ficción, de aquello de perdurar y preservar y creer en la propia eternidad del ego. Pero esto empieza a distanciarme de lo demás, dejémoslo pues.

No hay superación de lo vivido, hay constatación de eso que se ha vivido y de la manera en que se ha encajado en esa independiente memoria que decide por sí y para sí sin contar con el matiz de quien, en definitiva, debe convivir con ella y con cada uno de esos recuerdos que aloja y guarda. Cuántos hay en mí, cuántos escribientes distantes y asépticos dedicados al grabado a fuego de cada una de las experiencias creadas. Qué parte de todo eso me corresponde a mí, qué soy capaz de controlar, si acaso inducir, cuando tengo la persistente sensación de que nada está a cargo de mis manos, ni siquiera en ellas, de que todo está lejos de esas mis manos. Cómo, enfrentando la realidad de mi aturdimiento, puedo mascar ese amargo bocado del dolor que imprime la memoria en todo mi ser.

Llegar a conclusiones desde estos parámetros se me antoja preocupante, en todas se muestra con claridad ese absurdo de la propia vida, donde el final es inminente, siempre inminente, en la propia aleatoriedad del momento de la misma, y certero, siempre certero.

Será quizá el cansancio quien determine el final –ni siquiera ahí seremos nosotros quienes decidiremos, el libre albedrío actúa para ver si es posible compatibilizar ese cansancio con la vida, está para reaccionar, y en la reacción no veo ninguna libertad, solo supervivencia–, y quizá, lo que nos quede sea vivir tal cual se nos da, observar e integrar cualquier experiencia obtenida (el dolor es una más) y seguir, aunque en este seguir no haya una original voluntad sino solo la construcción y estructura del ser en este plano de realidad. Es del futuro de lo único que no podemos escapar.

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Jorge M. Ruiz

  


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