Lo primero que llama la atención cuando se aborda el tema de la felicidad es la cantidad de bibliografía que existe al respecto, casi tanta como máquinas deseantes pero ingenuas que somos y no somos todos. En la sección de autoayuda de las tiendas de libros no cabía estos años un manual de superación personal más para quienes, decididos a conquistarla, buscaban su secreto, una receta mágica, una base científica, su localización neurológica, una clave, una evidencia o, sobre todo, muchísimos consejos “a seguir”. Ahora basta con rastrearla en la red, escribir su lindo nombre en la play store del móvil, descargarse e instalar una aplicación al gusto y “ser feliz, reto treinta días y para siempre” (por citar solo la primera que aparece de un sinfín), estaría al alcance de cualquiera.
Cabe preguntarse si la felicidad se concibe como el objetivo vital por excelencia, como un deber obligatorio su búsqueda permanente en nuestra sociedad de consumo (una mercancía más), o como una actitud coherente con un sistema más amplio de creencias y valores. Entre las acciones que conducirían a su logro, ¿todos poseeríamos la capacidad y la sabiduría para emprender el camino acertado?
En cualquier caso, esa acción de caminar e interrogarse, el proceso y no el mero hecho de culminarlo, parece que apunta mejor al empeño humano de zafarse de la desdicha y acercarse a esta fuente fenoménico-subjetiva de placer y bienestar psicológico. No en vano, la felicidad, aun hecha de instantes, es un algo por venir que precisa siempre de la espera, una de sus condiciones esenciales y quizá su mejor baza: paciencia.
Según la Psicología los predictores más influyentes de este sentimiento son la estabilidad emocional y la personalidad extravertida, es decir, dispuesta a la interacción social o a las relaciones interpersonales. Sin embargo, ni estos ni otros moduladores como la buena elección y logro de las metas personales, los factores genéticos o la disponibilidad de bienes y recursos explican la enorme variabilidad. Es más, la mayoría de las causas resultan ser un misterio para la joven ciencia psicológica. Pensemos en algunos de nuestros amigos o conocidos no gregarios o de escasa actividad social, ¿quién no los tiene?, que aseguran, para nuestra sorpresa, no ser especialmente infelices a pesar de no formar parte de los criterios normativos.
El alma humana es mucho más rica y complicada que lo que la ciencia y la estadística pueden explicar. Y si, aludiendo al dicho entonado por Gaetano Veloso: Vistos de cerca nadie es normal, profundizamos un poco en las consecuencias de las exigencias culturales del ser feliz a toda costa, nos encontramos con una sociedad cuyos malestares se envuelven bajo las señas de ansiedad, ataque de pánico, depresión, angustia, impulsividad, etc., que, paradójicamente, demandan ser curados con precipitación o a golpe de dopamina e hiperactividad.
En tanto no hay fórmulas magistrales para bregar con el imperativo de felicidad, tampoco para remediar el dolor de su ausencia. Existen, en cambio, múltiples fórmulas singulares a su vez auspiciadas por el falso credo de que ‘la gente feliz debe estar en algún lado’.
Puesto que somos felices si tenemos lo mismo que los otros y todo el mundo lo parece cuando se mueve de un lugar a otro, convenimos en que una de nuestras más poderosas distracciones es el viaje: se sale de la escena habitual por un momento, se sale de uno mismo, y nuestras penas ya no son tan importantes.
Quedaría dar cuenta de nuestra cuota de felicidad, de cómo nos las apañamos con nuestros miedos de cara a los demás. Ya sé, es agotador pero, ¿podemos renunciar a nuestras ilusiones?, ¿viajar sin incurrir en el exhibicionismo de relatarlo, postearlo, instagramarlo?, ¿se puede ser feliz incluso sin viajar?
El saber filosófico clásico de Aristóteles y Epicuro, o el científico de Ramón y Cajal, para quienes la vida sosegada y una cierta soledad son requisitos imprescindibles de la dicha, orientaba hacia algo diferente.
Pessoa-Soares a partir de su cuaderno de ‘viajes nunca hechos’, el diario íntimo El libro del desasosiego, pone patas arriba todas las teorías de la psicología en torno a la felicidad. Primero, porque es el paradigma de la melancolía (no exactamente tristeza), una mezcla de nostalgia y esperanza desde la cual se espía la vida y se da testimonio de la verdad psíquica e histórica del ser. Y, lo más importante, de la falla constitutiva e imperfección humanas.
Segundo, porque es el suyo un viaje interior a través de las sensaciones, la abstracción, la ensoñación y la introspección: “Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir”. Al margen de las multitudes y sus creencias, de la que podríamos llamar epidemia moderna de la hiperactividad viajera nada hay. Más bien el semiheterónimo de Pessoa es un antinómada anclado en unas pocas calles de la ciudad de Lisboa. En un lugar de trabajo cuya sordidez no impide entregarse ilimitadamente a la contemplación estética de la vida: “La vida es un viaje experimental, realizado sin querer. Es un viaje del espíritu a través de la materia, y como es el espíritu el que viaja, es dentro de él donde se vive. Hay por eso almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa y más tumultuosamente que otras que han vivido en el exterior (…). Lo que se sintió fue lo que se vivió (…). Nunca se vivió tanto como cuando se pensó”.
El devenir de una saudade en una creación poética a partir de su experiencia personal valga para concluir que las grandes obras de la literatura están llenas de ejemplos y saberes reveladores: instrucción ineludible para psicólogos y lenitivo que permite mitigar el sufrimiento para sus autores mientras son escritas, o ser más dichosos como simples lectores.
Por supuesto, “no tengas la menor prisa en tu viaje”.
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María Alonso