
Si no
sufre de tics involuntarios los improvisa, si hace falta perder las primeras
manos con una reluciente escalera de color para granjearse la confianza del
paleto de turno se excluye en el segundo envite con cara de miedo, si carece de
compinche en la mesa engatusa con sus artes interpretativas al desconocido que
esté a su lado para que sospeche de esas artimañas, se tira faroles cuando no
debe, seca el sudor de la frente, pide un receso para descansar, finge llamar
apurado por teléfono a un prestamista que le cubra el agujero y el disgusto que
su nula pericia le han provocado, lamenta su mala racha, mira al techo, ruega por
el perdón de su abuela, jura no volver a intentarlo si al menos consigue ligar
un trío de damas para que su orgullo no se resienta más aún y cuando llega el
momento definitivo limpia la mesa y trinca la pasta con una humilde pareja de
cuatros, casi disculpándose, como si no se lo explicase.
Sin desprenderse de la
máscara de su personaje dona a la banca una ficha de cien pavos y se despide
educadamente, afirmando que es la primera vez que le ocurre algo así.
Esa
clase de tahúr no depende del azar ni de la baraja recién estrenada porque en
realidad solo juega con la estupidez de los demás. Ni siquiera en contra. Esa
es la única trampa de la que se vale. Una trampa de caza y no de triquiñuela.
El capitalismo económico y social también utiliza esa estrategia: se llama
publicidad.
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RqR Escritores