
—¡Mamá
espera gemelos! ¡Tendrás dos hermanitos pequeños! ¡Es algo que no ocurre todos
los días!
Indudablemente
sonaba trascendental: “¡Qué suerte!”, pensaría Toño, sin entender muy bien lo
que significaba la inesperada llegada de dos bebés a la casa ni sospechar siquiera
que pronto sería destronado como infante único. Sin embargo, al ver a sus familiares tan esperanzados y nerviosos, sintió
esas mismas sensaciones, estaba encantado, contentísimo, y de este modo se sumó
a la comitiva de bienvenida.
Cuando
las criaturas nacieron, enseguida atrajeron las miradas pasmadas de los
allegados: cautivaron a los abuelos, conquistaron la atención de tíos y primos,
embelesaron a los padres, enamoraron a mamá. Mientras todos ellos se centraban
en la idolatría, Toño solo reparaba en aquellas dos bocas succionadoras y
continuamente hambrientas que se agarraban con avidez a las tetas de mamá, de
tal manera que un día, en medio de uno de estos trances alimenticios, una
dolorosa desazón se instaló en su interior hasta sumirlo en el desconcierto.
—¿Te
apetece a ti probar un poquito?—, le preguntó la mamá expendedora al reconocer
el malestar de su primogénito—, estás muy pálido.
El
pobre niño pasó de estar a punto de desmayarse a imaginarse mecido por el
algodonoso surtidor de mamá, distinguió incluso su tersura y, a punto de lamer
las gotitas que todavía le resbalaban…
—¡Pero si ya es un mozo!, mejor se va a jugar un ratito con el triciclo, ¿verdad?—, desaprobó contundente el padre.
En
efecto, acto seguido, oyendo tras de sí un runrún de falsos halagos, el crío se
dirigió discretamente hacia la azotea,
se las arregló para encaramarse a la cornisa con cuidado de no soltar en ningún
momento su triciclo y, una vez allí, como cumpliendo un deber con su verdadera
alma siamesa, su juguete preferido, dio un enérgico pedaleo, y se lanzó al
vacío.
A
fin de cuentas, “¿qué era eso comparado con perder el amor de mamá?”, pensaría
Toño.
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Eduardo G. Fontana
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Eduardo G. Fontana