Celos | Relato | Eduardo G. Fontana


Toño acababa de cumplir cuatro años cuando sus padres le dieron la gran noticia:
—¡Mamá espera gemelos! ¡Tendrás dos hermanitos pequeños! ¡Es algo que no ocurre todos los días!
Indudablemente sonaba trascendental: “¡Qué suerte!”, pensaría Toño, sin entender muy bien lo que significaba la inesperada llegada de dos bebés a la casa ni sospechar siquiera que pronto sería destronado como infante único. Sin embargo, al ver a  sus familiares tan esperanzados y nerviosos, sintió esas mismas sensaciones, estaba encantado, contentísimo, y de este modo se sumó a la comitiva de bienvenida.

Cuando las criaturas nacieron, enseguida atrajeron las miradas pasmadas de los allegados: cautivaron a los abuelos, conquistaron la atención de tíos y primos, embelesaron a los padres, enamoraron a mamá. Mientras todos ellos se centraban en la idolatría, Toño solo reparaba en aquellas dos bocas succionadoras y continuamente hambrientas que se agarraban con avidez a las tetas de mamá, de tal manera que un día, en medio de uno de estos trances alimenticios, una dolorosa desazón se instaló en su interior hasta sumirlo en el desconcierto.
—¿Te apetece a ti probar un poquito?—, le preguntó la mamá expendedora al reconocer el malestar de su primogénito—, estás muy pálido.

El pobre niño pasó de estar a punto de desmayarse a imaginarse mecido por el algodonoso surtidor de mamá, distinguió incluso su tersura y, a punto de lamer las gotitas que todavía le resbalaban…

—¡Pero si ya es un mozo!, mejor se va a jugar un ratito con el triciclo, ¿verdad?—, desaprobó contundente el padre.

En efecto, acto seguido, oyendo tras de sí un runrún de falsos halagos, el crío se dirigió discretamente hacia la azotea, se las arregló para encaramarse a la cornisa con cuidado de no soltar en ningún momento su triciclo y, una vez allí, como cumpliendo un deber con su verdadera alma siamesa, su juguete preferido, dio un enérgico pedaleo, y se lanzó al vacío.  

A fin de cuentas, “¿qué era eso comparado con perder el amor de mamá?”, pensaría Toño.

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Eduardo G. Fontana

  


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