Reseña publicada en Trabalibros el 02/08/2019
El truco reside en “empezar la historia con un terremoto y a partir de ahí ir creciendo en intensidad". Hay quienes atribuyen este consejo (con trazos de boutade y sorna) al megalómano productor cinematográfico Cecil B. DeMille y otros al escritor y premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway. De quien fuere, nadie puede dudar de su eficacia teórica.
"Todo esto
para qué",
como título, es un meneo prometedor que
además resume a la perfección el lema de la obra. Y cuando esta conjunción se
da en la práctica, en el texto, dicha obra suela valer la pena porque
efectivamente arranca con potencia, va creciendo en intensidad siguiendo la
estela del impacto inicial en la rotulación y a la vez se respeta a sí misma,
es decir, argumenta con solidez el eslogan con el que se presenta.
En
este caso el relato no solo es fiel a ese interrogante retórico y existencialista,
también demoledor. La autora, Lionel
Shriver, pertenece a ese selecto grupo de estadounidenses cultos y viajados
(europeizados como despectivamente
los tildan sus compatriotas más nacionalistas y cazurros) con una envidiable
capacidad para la autocrítica que desgranan sin pudor, complejos o culpas, y con
el don de ahondar en las entrañas, de radiografiarlas con sencillez. Lo que
hallan, lo que observan, es lo que cuentan. Más o menos, porque una pizca de
épica o su contraria sí inyectan.
Por
tanto, "Todo esto para qué",
se convierte al mismo tiempo en un alegato a favor y en contra de la clase
media, tan víctima como corresponsable de su embrutecimiento y del atontamiento
que se predica desde los medios masivos de comunicación y las instancias políticas
para perpetuar una sociedad infantilizada y caprichosa que consume a ciegas y
agacha la cabeza. Algo así como 'tenemos lo que nos merecemos por votar lo que
votamos y mirar lo que miramos’. De ahí que la nada solapada crítica al sistema
privado de salud en aquel país, por ejemplo, reparta mandobles dialécticos a
diestro y siniestro. Si la queja ante un problema únicamente surge cuando este afecta
directamente a uno no se trata de concienciación sino de egoísmo puro y duro,
de exigencia individual sin un ápice de preocupación por el resto de
damnificados y aún menos por el trasfondo (sea este el capitalismo salvaje, la
injusticia fiscal, la mercantilizada sanidad o el Cristo de la aurora).
De
lo que se desprende que nada hay más apegado al sistema que los movimientos
antisistema, hasta el punto de preguntarse quién crea a quién y cuál necesita
más a su némesis para subsistir. Los personajes de esta novela, los que llegan
al final de la misma sin morir funesta o estúpidamente, resuelven este dilema
exiliándose en África, donde todo es antisistema por defecto y los dólares duran
más, casi una eternidad en términos occidentales. La malévola genialidad para
armar este desenlace agridulce y reírse del elenco al completo por sus
contradicciones ideológicas y vitales invita a llegar a ese punto final y
sonreír por no llorar. Es un guantazo en toda regla y no solo a sus pobres
criaturas de ficción, también al lector. La intensidad, desde luego, crece a
base de sutileza y mordacidad.
Y
lo hace así gracias a que antes de ese último acto hay varias sacudidas, varias
réplicas del seísmo titular, en forma de diálogos ágiles y verosímiles, situaciones
absurdas de tan reales e inexplicables (un fallido alargamiento de pene en una
clínica estética cutre que cuestiona la presunta evolución del ser humano), de
tramas tragicómicas elaboradas con igual ternura ante la enfermedad terminal que
molicie intelectual por las ridículas reacciones. Es fácil, pues, identificarse
con los actores literarios que aparecen y desaparecen, igual que odiarlos en la
página siguiente, señalarlos con el dedo, subrayar sus frases, reírse de sus
actitudes, mirarse en sus espejos y no gustarnos. La reflexión y la frivolidad
yendo de la mano al centro comercial y el sueño americano, mientras tanto,
hecho jirones. Como el tonto que habla con la televisión llamando tontos a los
que salen en ella. Queda demostrado que sin conflicto no hay humor, ni
intensidad.
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RqR Escritores