Instrucciones para convertirse en un secretario | Ensayo | Ángeles M.


De aquellos que alardean de no poder tener secretos nunca se está lo suficientemente prevenido y aún menos de quien (no importa cuál sea su motivo íntimo ni su estructura psíquica) te los confía.
Tal vez se amparan en una amistad compartida o en el mucho aprecio que te tienen, desde luego que te consideran una persona íntegra, al fin y al cabo respondes al ideal de contenedor de secretos.
Es entonces cuando halagan tu supuesta discreción, tu buena memoria y, de paso, te secuestran junto al secreto entregado. Además, para asegurarse, siempre nombran explícitamente que lo que acaban de confesar es un secreto sagrado y que no has de revelarlo a nadie. Como si no hubiera ya suficientes pruebas inequívocas de que el ser humano no es libre para elegir, ahora, ni siquiera de qué se quiere ser rehén.
Luego están los que no nombrándolo sino mediante artificios, claves, juegos de saber y no saber, equívocos o metáforas (la narración de un sueño, la piel tatuada, el lenguaje gestual, las quejas reincidentes…) delegan en ti sus pequeñas y adoradas interioridades.
Callan y no dejan de decir, necesitan, estos también, la garantía de que su mensaje llega al receptor adecuado. 
Colocados en el lugar de objeto, papelera de reciclaje de los contadores de secretos, la salida sería vaciarla sin titubeos y deleitarse con el chasquido sonoro correspondiente, devenir en un secretario desmemoriado. O, quizá, dar testimonio como un fiel escribiente, a fin de cuentas, ambos tienen demasiadas cosas en común.

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Ángeles M.