Guerra | Relato | MAF


La guerra llegó al atardecer, el río Ubangui llevaba días anunciándola con los hinchados cadáveres que arrastraban sus grises y caudalosas aguas. Media docena de todoterrenos invadieron el poblado y los mercenarios que iban encaramados en ellos ametrallaban todo lo que encontraban a su paso, chozas, animales y lugareños eran el blanco de su demoledora munición. Segaban vidas para sembrar el terror.

Los asaltantes saquearon, incendiaron, torturaron, amputaron y violaron a placer. En un puñado de minutos el olor de la pólvora, la locura, los desesperados alaridos del tormento, el fuego devastador y la muerte ensangrentando la tierra, convirtieron a la aldea y sus alrededores en un hediondo campo de exterminio.
En aquel fértil y cálido territorio, antes de que tuviesen uso de razón los bisabuelos de los abuelos que agonizaban viendo morir a sus descendientes, los crímenes y la guerra, al igual que el dengue y la malaria, eran males endémicos y contagiosos que inoculaban los exploradores y los aventureros que allí descubrieron el oro, los diamantes,  el cobre, el petróleo, el cobalto, el uranio o el coltán. La innata exuberancia de aquellas latitudes era la desdicha de los nativos y la fortuna del extranjero y sus aliados.
Dos jóvenes pastores que no estaban en la aldea cuando aconteció el asalto, fueron los únicos supervivientes de la cruel masacre. El espeluznante escenario que presenciaron a su regreso los dejaba huérfanos en la inmensidad de la sabana. La eterna contienda pasó por su liliputiense y remota aldea arrasando sus humildes existencias, arrebatándoles los orígenes y las inercias cotidianas.
Acompañados de las tres enjutas vacas que pastoreaban, los muchachos se dirigieron al Norte, siguieron la ruta de los que emigraban al mundo de la paz y la opulencia. Un largo e incierto viaje que tardarían meses, tal vez años, en realizar.
Pronto comprobaron que la muerte circulaba inmisericorde por los cursos fluviales y los intrincados caminos que se adentraban en la selva, dejando su pestilente hedor y altas columnas de negro humo donde interrumpía su despiadada marcha. La guerra se extendía más allá del horizonte, como el firmamento que cada noche se plagaba de estrellas, no parecía tener fin.
Se deshicieron del ganado que llevaban y aprendieron a desenvolverse en climas y paisajes que desconocían, a ingerir lo incomestible para combatir el hambre, a superar extrañas enfermedades, a defenderse del ataque de las hienas y de los humanos que los hostigaban. Se sumaron al delirio beligerante y mataron para no ser aniquilados.
Cuando atravesaron su hemisferio natal y alcanzaron el litoral de la esperanza, descubrieron afligidos que la guerra también asolaba el mundo de la prosperidad. Los conflictos permanentes desbordaron sus seculares límites, las contiendas se entrelazaban y extendían por todos los rincones del planeta. La barbarie no tenía fronteras y la promisoria tierra de la paz había dejado de existir porque la lucha era feroz y universal.
Se mataba sin piedad y con todo lo que se tuviese a mano, lo mismo valía el pedernal que un arma sofisticada, las ansias de matar se propagaban como un virus incurable. Igual que en las orillas del río Ubangui, los frentes y los bandos que guerreaban eran innumerables. Ejércitos implacables y bien armados, violentos salteadores, despiadados lobos solitarios o brutales clanes familiares participaban de la perversa y destructora orgía. Una contienda en la que todos los combatientes serían perdedores.
Los muchachos culminaron la azarosa y dilatada travesía inútilmente, para contemplar las ruinas del esplendor, un panorama catastrófico que les evocaba su diminuta aldea en llamas y sembrada de cadáveres. No había ningún lugar al que dirigirse, la guerra era global, un delirio mortífero e irreversible poseía a los mortales. La peste y hambruna sofocaron la escasa vida combatiente que quedaba sobre el campo de batalla, el exterminio de la especie fue inevitable. A los jóvenes emigrantes, tras su titánico periplo, los aniquilaron las heridas del combate y la extenuación. 
Miles de años después, la humanidad se reinventó a sí misma gracias a los olvidados pobladores de la espesura amazónica. Modestas tribus neolíticas cuyos nombres y costumbres solo ellos conocían, hombres y mujeres que emigrando de sus selvas dieron lugar al mundo que hoy habitamos y a las guerras que siguen devastando aldeas y arrojando cadáveres a las aguas de los ríos, seguramente preparando una nueva extinción.

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M.A.F. Periodista, escritor y guionista

  


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