Estoy cayendo, te llamo luego | Artículo | Narrativa | RqR Escritores


El recurrente Aristóteles sostuvo que estaba en la naturaleza de las cosas el subir o bajar. Sobre quién puso esa saltarina naturaleza interna allí no dejó referencias y por consiguiente asumimos que fue una cuestión endógena, espontánea e inexplicable. Un Deux ex machina en toda regla.

De lo que se desprende, siempre según el filósofo macedonio, que las cosas creadas a partir del elemento tierra albergan, en su naturaleza, la tendencia de ir hacia el centro del Universo, ubicado en el mismo centro de la Tierra (no seamos crueles en los juicios a posteriori y respetemos la sabiduría de nuestro mayores). Por analogía, las cosas formadas por el elemento fuego tienen, igualmente en su naturaleza, la imperiosa necesidad de subir a la primera esfera de los cielos. Las cosas son muy suyas, resumiendo.

Ya en el siglo VII, el matemático indio de nombre Brahmagupta invirtió el modelo de Aristóteles y formuló una sugerente posibilidad: estaba en la naturaleza de la Tierra –la gran Cosa- atraer a los otros cuerpos. No iba mal encaminado el hombre, como otros investigadores posteriores apuntaron con sus trabajos al respecto. Sin ir más lejos, Galileo Galilei experimentó con la gravedad antes de que fuera ley de la gravedad e incluso de que se llamase gravedad, dejando caer objetos desde lo alto de la Torre de Pisa. Y efectivamente, dichos objetos bajaban, se pusiese su naturaleza como se pusiese.

Hubo que esperar hasta 1666 para que el inglés Isaac Newton postulase su conocida Ley de la Gravitación Universal, gracias a la no menos famosa manzana, según la cual todos los cuerpos –o cosas- se atraen mutuamente en función de sus masas y de la distancia que los separa. Exactamente el cuadrado de la distancia que los separa, ni más ni menos. ¿Y por qué la fuerza de gravedad solo atrae y no expulsa o prepara el desayuno con zumo de naranja natural? Si Aristóteles no se fijó en esa nimiedad por algo sería. 

El caso es que en nosotros –en tanto cuerpos o cosas, cuerpos y cosas al unísono- ya sea por nuestra naturaleza interna o por la gravedad del asunto, reside el fatalismo de la caída. Que por muy alto que nos subamos, antes o después morderemos el polvo, y tras esa escala intermedia, seguiremos bajando.

Pero fíjémonos que la Ley de la Gloria (voy a ahorrarme su formulación matemática) asocia la susodicha al ascenso, o más concretamente, a su culminación. Hollar la cima, alcanzarla, conquistarla. Llegar a lo más alto en una empresa, en el gobierno de un país, vencer una batalla, una guerra entera, y plantar tu bandera sobre la loma desde la que se divisa al ejército derrotado retirándose. Ser la punta de la pirámide.

Y con la gloria llegan también los anhelados efectos secundarios: agasajos, fiestones y martingalas para quienes la consiguen, aplausos, fotografías y halagos (directamente proporcionales a las envidias suscitadas), dinero, regalos, amores incondicionales y eternos durante toda una noche, nuevas oportunidades, retos más difíciles. Cuando estás arriba, en contra de tu naturaleza como cosa, todo es posible y el eco solo repite un nombre: el tuyo. Lo explicaba muy gráficamente el cantante melódico Julio Iglesias: cuando cien mil personas te jalean en un estadio abarrotado, ¿a quién le apetece bajarse del escenario?

¡A la mierda la gravedad! Claro que sí. ¿Sí? Porque lo nuestro es bajar, cuidado, y cuando menos te lo esperas, la vida, que no es cosa ni lo pretende, nos lo recuerda:

“El peor  momento del mundo, aunque salgas en TV y seas famoso, se te viene encima un domingo a las ocho de la tarde, tumbada en el sofá cambiando el canal de TV, te das cuenta de que estás más sola que la una. Da igual quién seas, da igual lo que hayas conseguido, lo alto que hayas subido”.

Vaya por dios, con lo arriba que nos habíamos encaramado. Serenidad. Retomemos a los clásicos y aceptemos, aunque no sea más que como una mera posibilidad, que lo realmente meritorio por complicado e inaplazable sea aprender a bajar. Y hacerlo con dignidad –o en su defecto leyendo el poema IF de Rudyard Kipling-, si no es mucho pedir.

Si puedes mantener en su lugar tu cabeza cuando todos a tu alrededor,
han perdido la suya y te culpan de ello.
Si crees en ti mismo cuando todo el mundo duda de ti,
pero también dejas lugar a sus dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no te domina el odio
Y aún así no pareces demasiado bueno o demasiado sabio.  
Si puedes soñar y no hacer de los sueños tu amo;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes conocer al triunfo y la derrota,
y tratar de la misma manera a esos dos impostores.
Si puedes soportar oír toda la verdad que has dicho,
tergiversada por malhechores para engañar a los necios.
O ver cómo se rompe todo lo que has creado en tu vida,
y agacharte para reconstruirlo con herramientas maltrechas.  
Si puedes amontonar todo lo que has ganado
y arriesgarlo todo a un sólo lanzamiento;
y perderlo, y empezar de nuevo desde el principio
y no decir ni una palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón y tus nervios y tus tendones,
para seguir adelante mucho después de haberlos perdido,
y resistir cuando no haya nada en ti
salvo la voluntad que te dice: "Resiste!"
Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud
o caminar junto a reyes, y no distanciarte de los demás.
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte.
Si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado.
Si puedes llenar el inexorable minuto,
con sesenta segundos que valieron la pena recorrer...  
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,  
y lo que es más: serás un hombre, hijo mío.

Bajar no es caerse. La ley de la gravedad obliga a lo primero, de lo segundo nos encargamos nosotros solitos. ¿Has oído, Aristóteles? Pues eso.

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