![]() | Publicación in memoriam de su autor, Miguel Aboy. Si ya sé, querido, que el único homenaje póstumo aceptable sería resucitarte. Estoy en ello. Bicos. Relato ganador del Segundo premio del Concurso de narrativa corta Ayuntamiento d’Ontinyent en 2004. |
Aquella mañana de julio Regina estuvo guadañando la hierba del prado de Reguera Oscura, la braña escarpada y fecunda que alimentaba el ganado cuando la nieve disfrazaba el paisaje y las noches robaban la luz a los días. Después de almorzar su madre le dio permiso para ponerse el vestido de percal que estrenó en la fiesta de la Merced, se ciñó el talle con un cinturón ambarino que su hermana Sagrario le mandó desde Buenos Aires y bajó con los mozos y las mozas del pueblo, entre risas y cantares, a la Feria de Venta Nueva. Era sábado y los abedules ya se habían cubierto de hojas, en el valle del Narcea el verano llega lentamente y desfallece apresurado a mediados de agosto, Canil de oro llevaba la voz cantante gracias a su inagotable repertorio de coplas irreverentes. El bromista del pueblo tenía un incisivo dorado y no sabía bailar, su tiempo de gloria estaba en el camino, con las pícaras ocurrencias que no paró de soltar hasta que llegaron a la verbena. Decían las malas lenguas que el vino berciano le gustaba más que las mujeres pero no era verdad, Canil estaba loco por Balbina y se daba a la bebida para olvidar sus caprichosos desaires.
La música y los cohetes les hicieron apretar el paso y el entusiasmo disparó sus corazones. Regina gastó los dos reales que llevaba en un paquete de cigarrillos El Sol para su padre y conoció la soberbia vaca que Pedro el pedreiro acababa de comprar por cuarenta duros, un auténtico dineral para un tiempo y un lugar todavía supeditados al trueque. Regina no había visto un duro en su vida, desconocía las ventajas de la luz eléctrica y no podía ni imaginar los milagros comunicativos de la telefonía móvil. Los átomos que fisionó Enrico Fermi, el radar que un año antes había inventado Robert Watson o el Volkswagen que Hitler ordenó fabricar a la empresa de Ferdinand Porsche, eran quimeras inasequibles para cuantos se congregaban en aquella polvorienta explanada, incluido Pedro el pedreiro, el ricachón del pueblo.
Bailaron hasta el atardecer los versos octosílabos que entonaba una orquesta minimalista integrada por un veterano tamborilero, un virtuoso pifanista y una vocalista que repicaba la pandereta con el arte de Genoveva de Xuaqueto, legendaria jotera de Moal. Regina tenía las plantas de los pies abrasadas y las rayas malvas y blancas de sus zapatillas de lona apenas se distinguían, se habían desdibujado por culpa del sudor y de los pisotones que le daban, pero sus irrefrenables deseos de saltar, de girar y tremolar sin perderle el paso a Pinón de Alacano eran su mayor desafío. El interés que aquel Nijinski comarcal depositaba en ella era un lujo, un privilegio del que ninguna de sus amigas podía alardear. Pinón ayudaba a su padre en la herrería, la forja de garabatos y los sofocos de la fragua le traían a mal traer, todos los que conocían sus habilidades para la danza estaban convencidos de su éxito, albergaban la presunción y el orgullo de triunfar con sus triunfos, de que tenían entre ellos a un virtuoso bailarín.
El sol ya había rebasado el pico de la Bergueda y Balbina le pidió a su amiga que la acompañase a desbeber la sidra que Minguín de Tablizas no paraba de escanciar. No dio tiempo a que acabase la pieza, Canil de oro apareció dando tumbos y les anunció la mala nueva. A pesar de su vidriosa mirada y de las dificultades expresivas de su lengua, nadie dudó de sus palabras y nadie le preguntó de dónde había sacado la información. Canil dijo que “La guerra estalló” y el silencio detuvo el tiempo, la orquesta dejó de tocar y Balbina se olvidó de hacer sus necesidades. El júbilo se transformó en pesadumbre y la felicidad se disolvió como los copos de nieve descolgándose sobre el fuego de la hoguera. Aún no podían calibrar lo que aquello significaba y sin embargo el terror enmudeció la fiesta. Regresaron al pueblo sin atreverse a opinar, atrapados en el mutismo de la turbación, esperando que su humilde existencia pasase desapercibida para los combatientes, sin echar de menos las agudezas de Canil de oro y deseando llegar a casa antes de que fuese noche cerrada.
La Feria de Venta Nueva no pasó a la historia pero el dieciocho de julio sí. El domingo también amaneció soleado y las espuelas plateadas de los falangistas centelleaban como cuchillos. Benjamín de Collares, Cándido de Turbín y Pinón de Alacano, se echaron al monte dispuestos a defender la República, y el bigotudo que dirigía a los ocupantes reunió a los vecinos en el patio de la escuela para enseñarles a saludar a la romana. A Regina, pocos días después, se le olvidó cuadrarse y levantar el brazo como debía y le cortaron el pelo al cero. Dos batallones de moros acamparon en los alrededores del municipio y los saqueos y los registros nocturnos arrebataban el sueño a los paisanos, sobre todo a Pedro el pedreiro que solo pudo salvar un ternero de los cuatro que tenía. La leyenda de don Pelayo derrotando a Alqama en Covadonga, quedaba ridiculizada por aquellos musulmanes que el Caudillo les mandaba para humillarlos y someterlos.
Regina era muy miedosa, le espantaban los aullidos de los lobos, tenía fobia a las culebras y cantaba en la oscuridad para ahuyentar a las sombras. Cuando Pinón de Alacano se le apareció en el camino del Pacharín para pedirle ayuda, la sangre se le agarrotó en el cogote y estuvo en un tris de perder el sentido. Aunque su temperamento emocional y su carácter compasivo no eran los más favorables para hacerse cómplice de una partida de guerrilleros, aceptó las demandas de su paisano y dos días a la semana les llevaba noticias, avíos y provisiones. Su temerario cometido fue su más sagrado secreto. No lo conocieron ni sus padres, ni sus hermanos, ni sus amigos, y cada vez que subía al monte para encontrarse con él, el corazón se le salía por la boca y la lengua se le pegaba en el paladar por falta de saliva. A Cándido y a Pinón los fusilaron en las tapias del cementerio después de saltarles las uñas de los pies a culatazos, hasta Canil de oro lloró por ellos la noche que los enterraron. Regina no fue al sepelio, se quedó en casa, en la cocina, con un gabuzo encendido en la mano y El Quijote que heredaron de la abuela Genoveva abierto sobre sus piernas, leyendo en voz alta, para todos los que en ese desolador anochecer se hacían compañía, las desventuras del ingenioso hidalgo y su fatal encuentro con unos desalmados yangüeses, “Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses...” La emoción adornaba sus palabras y la visión de los pies del bailarín reventados le llenaban los ojos de lágrimas.
Cuando la contienda acabó Regina cumplió la mayoría de edad, abandonó sus actividades subversivas y cambió el cuito y la guadaña por la bayeta y el asperón. En contra de la opinión de sus parientes más cercanos sobrevivió a la posguerra en la capital, y sirviendo de interina a los vencedores, no le quedó tiempo para releer las andanzas del caballero andante. Sus ganas de bailar también se evaporaron. Las rutinas cotidianas y los aprietos imprevistos hacían inviable cualquier atisbo de ociosidad, ni siquiera en el día de su boda hubo festejo. Regina languideció como la canícula llegaba a su pueblo, lentamente, con resignación, fregando suelos, zurciendo calcetines, casándose de luto, pariendo sin anestesia y enviudando antes de envejecer. Ella y millares de jóvenes de su generación, mientras dilapidaban la existencia, conservaban las ganas de vivir gracias a una apócrifa esperanza que nunca se cumplió. La dictadura duró mucho más que sus ilusiones. Aquel dieciocho de julio abrió la veda de las adhesiones incondicionales, asoló los sueños de Regina y la esclavizó de por vida. Nadie sabrá nunca lo que ella y sus contemporáneas habrían llegado a ser si no hubiese estallado La maldita guerra, ni siquiera hoy conocemos los rostros de todos los que movieron los hilos del enfrentamiento y financiaron aquella pavorosa destrucción.
Dieciocho años después de que se impusiese la paz, en la década de los cincuenta, yo empecé a descubrir mi cuerpo, a distinguir los colores y las emociones, y antes de aprender a hablar y a caminar, supe que Regina era mi madre y mucho tiempo después, mi miedo a perderla para siempre me enseñó a saborear la vida y a tomar conciencia de lo que significó para ella su último baile.
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Miguel Aboy (1953-2019)
La música y los cohetes les hicieron apretar el paso y el entusiasmo disparó sus corazones. Regina gastó los dos reales que llevaba en un paquete de cigarrillos El Sol para su padre y conoció la soberbia vaca que Pedro el pedreiro acababa de comprar por cuarenta duros, un auténtico dineral para un tiempo y un lugar todavía supeditados al trueque. Regina no había visto un duro en su vida, desconocía las ventajas de la luz eléctrica y no podía ni imaginar los milagros comunicativos de la telefonía móvil. Los átomos que fisionó Enrico Fermi, el radar que un año antes había inventado Robert Watson o el Volkswagen que Hitler ordenó fabricar a la empresa de Ferdinand Porsche, eran quimeras inasequibles para cuantos se congregaban en aquella polvorienta explanada, incluido Pedro el pedreiro, el ricachón del pueblo.
Bailaron hasta el atardecer los versos octosílabos que entonaba una orquesta minimalista integrada por un veterano tamborilero, un virtuoso pifanista y una vocalista que repicaba la pandereta con el arte de Genoveva de Xuaqueto, legendaria jotera de Moal. Regina tenía las plantas de los pies abrasadas y las rayas malvas y blancas de sus zapatillas de lona apenas se distinguían, se habían desdibujado por culpa del sudor y de los pisotones que le daban, pero sus irrefrenables deseos de saltar, de girar y tremolar sin perderle el paso a Pinón de Alacano eran su mayor desafío. El interés que aquel Nijinski comarcal depositaba en ella era un lujo, un privilegio del que ninguna de sus amigas podía alardear. Pinón ayudaba a su padre en la herrería, la forja de garabatos y los sofocos de la fragua le traían a mal traer, todos los que conocían sus habilidades para la danza estaban convencidos de su éxito, albergaban la presunción y el orgullo de triunfar con sus triunfos, de que tenían entre ellos a un virtuoso bailarín.
El sol ya había rebasado el pico de la Bergueda y Balbina le pidió a su amiga que la acompañase a desbeber la sidra que Minguín de Tablizas no paraba de escanciar. No dio tiempo a que acabase la pieza, Canil de oro apareció dando tumbos y les anunció la mala nueva. A pesar de su vidriosa mirada y de las dificultades expresivas de su lengua, nadie dudó de sus palabras y nadie le preguntó de dónde había sacado la información. Canil dijo que “La guerra estalló” y el silencio detuvo el tiempo, la orquesta dejó de tocar y Balbina se olvidó de hacer sus necesidades. El júbilo se transformó en pesadumbre y la felicidad se disolvió como los copos de nieve descolgándose sobre el fuego de la hoguera. Aún no podían calibrar lo que aquello significaba y sin embargo el terror enmudeció la fiesta. Regresaron al pueblo sin atreverse a opinar, atrapados en el mutismo de la turbación, esperando que su humilde existencia pasase desapercibida para los combatientes, sin echar de menos las agudezas de Canil de oro y deseando llegar a casa antes de que fuese noche cerrada.
La Feria de Venta Nueva no pasó a la historia pero el dieciocho de julio sí. El domingo también amaneció soleado y las espuelas plateadas de los falangistas centelleaban como cuchillos. Benjamín de Collares, Cándido de Turbín y Pinón de Alacano, se echaron al monte dispuestos a defender la República, y el bigotudo que dirigía a los ocupantes reunió a los vecinos en el patio de la escuela para enseñarles a saludar a la romana. A Regina, pocos días después, se le olvidó cuadrarse y levantar el brazo como debía y le cortaron el pelo al cero. Dos batallones de moros acamparon en los alrededores del municipio y los saqueos y los registros nocturnos arrebataban el sueño a los paisanos, sobre todo a Pedro el pedreiro que solo pudo salvar un ternero de los cuatro que tenía. La leyenda de don Pelayo derrotando a Alqama en Covadonga, quedaba ridiculizada por aquellos musulmanes que el Caudillo les mandaba para humillarlos y someterlos.
Regina era muy miedosa, le espantaban los aullidos de los lobos, tenía fobia a las culebras y cantaba en la oscuridad para ahuyentar a las sombras. Cuando Pinón de Alacano se le apareció en el camino del Pacharín para pedirle ayuda, la sangre se le agarrotó en el cogote y estuvo en un tris de perder el sentido. Aunque su temperamento emocional y su carácter compasivo no eran los más favorables para hacerse cómplice de una partida de guerrilleros, aceptó las demandas de su paisano y dos días a la semana les llevaba noticias, avíos y provisiones. Su temerario cometido fue su más sagrado secreto. No lo conocieron ni sus padres, ni sus hermanos, ni sus amigos, y cada vez que subía al monte para encontrarse con él, el corazón se le salía por la boca y la lengua se le pegaba en el paladar por falta de saliva. A Cándido y a Pinón los fusilaron en las tapias del cementerio después de saltarles las uñas de los pies a culatazos, hasta Canil de oro lloró por ellos la noche que los enterraron. Regina no fue al sepelio, se quedó en casa, en la cocina, con un gabuzo encendido en la mano y El Quijote que heredaron de la abuela Genoveva abierto sobre sus piernas, leyendo en voz alta, para todos los que en ese desolador anochecer se hacían compañía, las desventuras del ingenioso hidalgo y su fatal encuentro con unos desalmados yangüeses, “Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses...” La emoción adornaba sus palabras y la visión de los pies del bailarín reventados le llenaban los ojos de lágrimas.
Cuando la contienda acabó Regina cumplió la mayoría de edad, abandonó sus actividades subversivas y cambió el cuito y la guadaña por la bayeta y el asperón. En contra de la opinión de sus parientes más cercanos sobrevivió a la posguerra en la capital, y sirviendo de interina a los vencedores, no le quedó tiempo para releer las andanzas del caballero andante. Sus ganas de bailar también se evaporaron. Las rutinas cotidianas y los aprietos imprevistos hacían inviable cualquier atisbo de ociosidad, ni siquiera en el día de su boda hubo festejo. Regina languideció como la canícula llegaba a su pueblo, lentamente, con resignación, fregando suelos, zurciendo calcetines, casándose de luto, pariendo sin anestesia y enviudando antes de envejecer. Ella y millares de jóvenes de su generación, mientras dilapidaban la existencia, conservaban las ganas de vivir gracias a una apócrifa esperanza que nunca se cumplió. La dictadura duró mucho más que sus ilusiones. Aquel dieciocho de julio abrió la veda de las adhesiones incondicionales, asoló los sueños de Regina y la esclavizó de por vida. Nadie sabrá nunca lo que ella y sus contemporáneas habrían llegado a ser si no hubiese estallado La maldita guerra, ni siquiera hoy conocemos los rostros de todos los que movieron los hilos del enfrentamiento y financiaron aquella pavorosa destrucción.
Dieciocho años después de que se impusiese la paz, en la década de los cincuenta, yo empecé a descubrir mi cuerpo, a distinguir los colores y las emociones, y antes de aprender a hablar y a caminar, supe que Regina era mi madre y mucho tiempo después, mi miedo a perderla para siempre me enseñó a saborear la vida y a tomar conciencia de lo que significó para ella su último baile.
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Miguel Aboy (1953-2019)