
—Ni siquiera eres un mal escritor, Hank.
—Dame tiempo—, amenaza Miller.
‘Trópico de Cáncer’ apenas roza la categoría de borrador, ‘Trópico de Capricornio’ resulta una lejana posibilidad de continuación. La trilogía de ‘Sexus, Nexus, Plexus’ no existe en su cabeza. Las editoriales le rechazan por obsceno y cuerdo, no encaja, es un santón de la suciedad, de la mugre emocional que gasta y padece y retrata. La Grecia que recorrerá con D. H. Lawrence y el Big Sur californiano donde se refugiará a disfrutar y renegar de los laureles no conforman todavía su diletante imaginación. Solo es, en este preciso instante -y como tal se comporta- un tipo alienado, cabreado, desclasado, desconectado de su país y de sus compatriotas, prematuramente calvo, con gafas, con gabardina.

Henry
clava su agotada mirada en las vías paralelas, en las traviesas de madera
carcomida, en las paredes ennegrecidas, en las ratas neoyorkinas de tamaño
descomunal que pululan a sus anchas, en la servidumbre del ser humano y en la
suya propia. Entonces alza la vista y exclama en voz alta:
—¡Solo
yo entiendo a Dostoievski!
Y
se queda tan a gusto.
Transcurren
después unos pocos segundos que bien podrían confundirse con una catarsis o con
el preludio de una epifanía pero que solo son eso, unos pocos segundos en
silencio. Luego el sonido de la rudimentaria megafonía interrumpe el amago de magia
y una voz con marcado acento eslavo emite un mensaje a los pasajeros. Al único
pasajero en espera.
—Hola,
Henry, soy Fiódor.
El
mismísimo Fiódor M. Dostoievski, el icono ruso de las letras, el invocado, el
creador de ‘Memorias del subsuelo’ hace acto de presencia y se cuela en escena.
Tose para confirmar que es él, ninguna otra persona tose como el firmante de
‘Crimen y Castigo’ y ‘Los hermanos Karamazov’, todos lo saben. Es él, es él, no
hay duda.
Henry
Miller llora y abraza el aire intentando asir a su mentor, a su sosia. No
acierta a expresar gran cosa, balbucea, se mesa la calva, limpia el cristal de
sus anteojos perlado de gotas de lluvia, se siente pleno, cursi, querido,
salvado.
—Hola,
maestro—, le responde por fin. Es más gozo que cuerpo.
—Una
cosita, Henry—Fiódor le tutea, se muestra afable, cercano, asequible,
fraternal— No te tomes a mal esto que te voy a decir pero es que he leído
algunos de tus textos y están plagados de cochinadas
—cochinadas lo pronuncia en un castellano perfecto porque es un estudioso de
esa lengua por culpa de Cervantes—. No sé, respeto tu estilo y todas esas
mierdas, Henry, en serio que lo hago, aunque preferiría que no me mencionases
es tus novelitas.
Miller
no sale de su asombro, le han asestado una puñalada trapera con la que no
contaba. Su referente literario y existencial se avergüenza de él y no ha
tenido reparos en afearle ese maldito realismo sucio y lírico que le corroe las
entrañas. Vaya por dios.
—Coño,
Fiódor, menudo disgusto me das, con lo que yo te admiro.
—Ya—,
asume el colega barbudo sin ofrecer más explicaciones ni caer en la
condescendencia—Es lo que hay, tío.
—¿Y
para eso vienes desde tan lejos? Te lo podías haber ahorrado, ¿no?
—Me
pillaba de camino, no te voy a engañar. Te he visto ahí haciendo el paripé,
luciéndote de cara a la galería y bueno, que lo llevaba rumiando bastante y no
me gustaría que se me hiciese bola.
—Claro,
claro. Pues lo siento, bro. No
volveré a señalarte como inspirador ni como guía, tranquilo—, y añade solo
mentalmente la coletilla: epiléptico y
ludópata de los cojones.
—De
puta madre, Henry, te lo agradezco mucho. Y nada, que te vaya bien, cuida de la
familia y no fumes mucho.
—Vale,
Fiódor, igualmente. Un abrazo—, de nuevo cavila un cabronazo callado.
—
¡Venga!, otro para ti. Sin rencor, ¿eh? Dale fuerte al teclado de la máquina,
campeón. Chao, chao.
Se
corta en ese punto la conversación entre los dos mitos. Por el oscuro túnel
asoma la renqueante cabecera del tren. Henry Miller se sume en sus
pensamientos. “Oh, oh, se me ha olvidado comprar el pan para el desayuno, June
me va a matar”.
“Vivo en Villa Borghese. No hay ni pizca
de suciedad en ninguna parte ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos
solos y muertos”.
Trópico
de Cáncer.
1934
RqR Escritores