Aviso de desmitificación por megafonía | Narrativa y ensayo | RqR Escritores


Henry Miller y Fiódor Dostoievsky posando para RqR Escritores
Por ahí baja el escritor en ciernes Henry Miller al andén de la estación metropolitana de Bedford Avenue en Brooklyn. Son las cinco de la madrugada y acaba de salir de su trabajo en una compañía de mensajería en la que coordina a carteros, repartidores y demás almas jodidas. Corre 1931 o un año parecido. El gran gurú de la contracultura americana del periodo de entreguerras, el eslabón roto llamado a unir a la Generación Perdida de los Hemingway, Dos Passos y Fitzgerald con la de los beatniks de Kerouak, Ginsberg, Ferlinghetti, Burroughs, Corso y tangencialmente Bukowski (el gran imitador milleriano) aún no ha publicado los libros autobiográficos que le catapultarán a la polémica y a la fama, aún no se ha mudado al París de las Tullerías ni se ha follado todo lo que después contaría que se folló. Mora en un destartalado apartamento con June, mujer que le adora e idolatra, y se dedica, Henry, a orear sus textos mecanografiados por el vecindario, vendiéndolos de puerta en puerta a 25 centavos el ejemplar. Regalándolos las más de las veces. Nadie los quiere.
—Ni siquiera eres un mal escritor, Hank.
—Dame tiempo—, amenaza Miller.
‘Trópico de Cáncer’ apenas roza la categoría de borrador, ‘Trópico de Capricornio’ resulta una lejana posibilidad de continuación. La trilogía de ‘Sexus, Nexus, Plexus’ no existe en su cabeza. Las editoriales le rechazan por obsceno y cuerdo, no encaja, es un santón de la suciedad, de la mugre emocional que gasta y padece y retrata. La Grecia que recorrerá con D. H. Lawrence y el Big Sur californiano donde se refugiará a disfrutar y renegar de los laureles no conforman todavía su diletante imaginación. Solo es, en este preciso instante -y como tal se comporta- un tipo alienado, cabreado, desclasado, desconectado de su país y de sus compatriotas, prematuramente calvo, con gafas, con gabardina.

 Tarda en llegar el convoy nocturno y el andén permanece desierto. Es una gélida y húmeda jornada de noviembre (el río Hudson comete crímenes perfectos), los borrachos habituales se han embalsamado en albergues municipales o han muerto. La Gran Depresión iniciada en 1929 extiende sus garras y se ceba con los parias y con los imbéciles. Los primeros lo saben, los segundos no. El presidente Roosvelt hace lo que puede.
Henry clava su agotada mirada en las vías paralelas, en las traviesas de madera carcomida, en las paredes ennegrecidas, en las ratas neoyorkinas de tamaño descomunal que pululan a sus anchas, en la servidumbre del ser humano y en la suya propia. Entonces alza la vista y exclama en voz alta:
—¡Solo yo entiendo a Dostoievski!
Y se queda tan a gusto.
Transcurren después unos pocos segundos que bien podrían confundirse con una catarsis o con el preludio de una epifanía pero que solo son eso, unos pocos segundos en silencio. Luego el sonido de la rudimentaria megafonía interrumpe el amago de magia y una voz con marcado acento eslavo emite un mensaje a los pasajeros. Al único pasajero en espera.
—Hola, Henry, soy Fiódor.
El mismísimo Fiódor M. Dostoievski, el icono ruso de las letras, el invocado, el creador de ‘Memorias del subsuelo’ hace acto de presencia y se cuela en escena. Tose para confirmar que es él, ninguna otra persona tose como el firmante de ‘Crimen y Castigo’ y ‘Los hermanos Karamazov’, todos lo saben. Es él, es él, no hay duda.
Henry Miller llora y abraza el aire intentando asir a su mentor, a su sosia. No acierta a expresar gran cosa, balbucea, se mesa la calva, limpia el cristal de sus anteojos perlado de gotas de lluvia, se siente pleno, cursi, querido, salvado.
—Hola, maestro—, le responde por fin. Es más gozo que cuerpo.
—Una cosita, Henry—Fiódor le tutea, se muestra afable, cercano, asequible, fraternal— No te tomes a mal esto que te voy a decir pero es que he leído algunos de tus textos y están plagados de cochinadas —cochinadas lo pronuncia en un castellano perfecto porque es un estudioso de esa lengua por culpa de Cervantes—. No sé, respeto tu estilo y todas esas mierdas, Henry, en serio que lo hago, aunque preferiría que no me mencionases es tus novelitas.
Miller no sale de su asombro, le han asestado una puñalada trapera con la que no contaba. Su referente literario y existencial se avergüenza de él y no ha tenido reparos en afearle ese maldito realismo sucio y lírico que le corroe las entrañas. Vaya por dios.
—Coño, Fiódor, menudo disgusto me das, con lo que yo te admiro.
—Ya­—, asume el colega barbudo sin ofrecer más explicaciones ni caer en la condescendencia—Es lo que hay, tío.
—¿Y para eso vienes desde tan lejos? Te lo podías haber ahorrado, ¿no?
—Me pillaba de camino, no te voy a engañar. Te he visto ahí haciendo el paripé, luciéndote de cara a la galería y bueno, que lo llevaba rumiando bastante y no me gustaría que se me hiciese bola.
—Claro, claro. Pues lo siento, bro. No volveré a señalarte como inspirador ni como guía, tranquilo—, y añade solo mentalmente la coletilla: epiléptico y ludópata de los cojones.
—De puta madre, Henry, te lo agradezco mucho. Y nada, que te vaya bien, cuida de la familia y no fumes mucho.
—Vale, Fiódor, igualmente. Un abrazo­—, de nuevo cavila un cabronazo callado.
— ¡Venga!, otro para ti. Sin rencor, ¿eh? Dale fuerte al teclado de la máquina, campeón. Chao, chao.
Se corta en ese punto la conversación entre los dos mitos. Por el oscuro túnel asoma la renqueante cabecera del tren. Henry Miller se sume en sus pensamientos. “Oh, oh, se me ha olvidado comprar el pan para el desayuno, June me va a matar”.

“Vivo en Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ninguna parte ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y muertos”.
Trópico de Cáncer. 1934

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